Vanguardia

Plaza de almas

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“¿Usté por aquí, licenciado? Qué gusto me da verlo. ¿Se acuerda de mí?”. La recordaba, claro. Era Tulitas, la empleada doméstica –ya no se puede decir “criada” o “sirvienta”– que ayudó a mi esposa en la casa cuando mis hijos eran aún pequeños. Claro que me acordaba de “Gertrudis, pero todos me dicen Tulitas, servidora”. Los años no la habían perdonado –los años a nadie perdonan–, y aquella mujer recia de hace 40 años, era ahora una anciana que se encorvaba como para irse acercando a la tierra. Me preguntó por la señora y por los niños. Dijo “los niños”, como si el tiempo se hubiera detenido para mis hijos. “Todos estamos bien, Tulitas, a Dios gracias. Y a ti ¿cómo te ha ido?”. “Pos ya me ve, licenciado. Cada día más vieja y achacosa. Pero aquí ando todavía dando lata. Y usté ¿qué anda haciendo?”. “Vine a saludar al Señor de la Capilla”. “No pierde la costumbre, licenciado. Me acuerdo que siempre venía a la catedral el 6 de agosto”. “Y seguiré viniendo mientras Dios me dé vida y salud”. “Hace muy bien. Yo vengo a darle gracias por un milagro que me hizo”. “Qué bueno, Tulitas”. “Es que somos muy buenos pa’ pedir, licenciado, pero muy malos pa’ agradecer, ¿verdá?”. “Es cierto lo que dices; es muy cierto”. “Si quiere y no trai prisa le cuento el milagro que me hizo el Santo Cristo. Nomás hágase tantitito pa’acá. Aquí no estorbamos el paso de la gente, y se lo puedo platicar”. Sentí el impulso de echarle una ojeada a mi reloj, pues no había olvidado que Tulitas era de plática larga. Mi esposa se desesperab­a con ella: “Cuando empieza a hablar no hay quien la pare, y yo tengo muchas cosas qué hacer. Pero debo oírla, porque si no se me siente”. Yo no quise que se me sintiera a mí, de modo que la seguí a un rincón del atrio donde había poca gente. “¿Qué milagro te hizo el Santo Cristo, Tulitas?” –le pregunté para evitar alguna larga introducci­ón a su relato. “Más bien me hizo dos, licenciado. Mire. Yo siempre le pedí al Señor que me permitiera entregar a mis hijos al sacramento que más les conviniera. Y me lo permitió. Ese fue el primer milagro. A los dos hijos mayores los casé más o menos bien, y a la hija muy bien. Se casó con el hijo de don Chon, el de la tienda. ¿Se acuerda usté de él?”. “Me acuerdo bien, Tulitas. Era aquel señor gordo que no permitía que nadie estacionar­a el coche frente a su tienda, porque decía que le quitaba la vista, y un día le sacó una pistola a uno que no se quería quitar de ahí, y…”. “Ay, licenciado, usté es el mismo de siempre. Cuando empieza a hablar, no hay quien lo pare. Déjeme seguirle platicando lo mío”. “Perdóname, Tulitas. ¿Cuál fue el otro milagro que te hizo el Señor de la Capilla?”. “El menor de mis hijos me salió medio malo, licenciado. No quiso ir a la escuela, se volvió pandillero. De chamaco cada rato se lo llevaban a la Correccion­al; que por un pleito; que por ratero; que por esto o por l’otro. No ganaba yo pa’ multas. Cuando creció fue peor. Se metió con gente de ésa de las drogas. Ganaba buen dinero y, lo que sea, me hacía buenos regalos. Yo se los recibía, pero me confesaba luego por haberlos aceptado. Casi de diario venía yo a la capilla a pedirle al Señor que lo quitara de esa vida tan mala en que andaba. Y me hizo el milagro, licenciado. Lo quitó de esa vida. Un día lo mataron a balazos en la puerta de mi casa. Antes de que muriera alcancé a traerle al padre pa’ que lo confesara y le diera la extremaunc­ión. Se salvó m’hijo de seguir viviendo así y de morir sin sacramento­s. Vine a darle las gracias al Santo Cristo por ese milagro tan grande. Qué milagroso es el Señor de la Capilla, ¿verdá, licenciado?”. “Sí, Tulitas. Qué milagroso es”… FIN.

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