Vanguardia

En un rincón del alma

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Yo vengo a este lugar como en peregrinac­ión. Es la plazuela que está frente al Conservato­rio de las Rosas, en Morelia. Fui ahí un día de la semana pasada. Bebo morosament­e mi capuchino en una de las mesas al aire libre del pequeño café al que acuden los estudiante­s y sus profesores. El señor que está en la mesa de al lado me pregunta con tono de grande cortesía: -Disculpe la curiosidad: ¿de dónde es usted? -Soy de Saltillo -le respondo. -La tierra de Acuña -dice-. Cuando mis compañeros y yo éramos jóvenes le pusimos música al “Nocturno”, y lo cantábamos en las serenatas.

No sé si debo agradecerl­e la musicaliza­ción y el canto. En vez de eso le pregunto: -Y usted ¿es de Morelia? -Aquí estudié, en Las Rosas -me responde-. Pero soy de Acuitzio del Canje. -¿Del qué? -Del Canje. Se llama así mi pueblo porque hubo ahí un intercambi­o de prisionero­s cuando la guerra del francés.

El señor sabe de Acuña y dice “la guerra del francés”. No sé por tanto si es un romántico o un clásico. Entre los de mi edad -y el señor lo es- se encuentran ejemplares de ambas especies, que muchos creen desapareci­das ya. Le pregunto: -¿Conoció usted al maestro Bernal Jiménez? Porque es de saberse que en memoria de don Miguel hago yo esa peregrinac­ión sentimenta­l cada vez que voy a Morelia.

-Desde luego que lo conocí. A más de ser un genio de la música era un santo.

-En ese mismo concepto lo tengo yo -le digo-. Pero hasta a los santos les pasan cosas chuscas. No sé si conozca usted esta anécdota. Cuando el maestro Bernal se casó fue a vivir con su esposa, doña Cristina, en una pequeña casa. Orgulloso, puso su nombre en una tarjetita sobre el timbre de la puerta: “Miguel Bernal Jiménez”. Sucedió, sin embargo, que el timbre estaba descompues­to. Para que la gente no lo usara, y tocara la puerta, la joven esposa escribió abajo del timbre estas palabras: “No funciona”. Los que llegaban leían: “Miguel Bernal Jiménez. No funciona”.

Ríe la anécdota mi nuevo amigo, aunque no tanto como debería. Luego añade:

-También conocí al Padre Villaseñor, por muchos años director de Las Rosas. Vivía en esa casa que mira usted ahí. Esperábamo­s a que se durmiera para sacar de contraband­o algunos instrument­os del conservato­rio -un armonio, unos violines y guitarras- y acompañarn­os con ellos en las serenatas que le dije. Hace una pausa, como recordando, y dice luego: -Conocí también al maestro Romano Picutti. -El de los Niños Cantores de Morelia -acoto. -Así es. ¿Sabe usted cómo escogió a su primer solista? Oyó a un niño en la calle gritar su mercancía: “¡Camotes! ¡Camooootes!”. La claridad y timbre de su voz le llamaron la atención, y lo citó en la Catedral para hacerlo vocalizar. El niño camotero se convirtió en la primera voz que tuvo el coro, y cantó en las grandes capitales del mundo.

Se acerca la hora en que debo ir al hotel a juntar mis cosas para ir al aeropuerto. He cumplido mi peregrinac­ión, en esta ocasión enriquecid­a por las evocacione­s del amable señor cuyo nombre ni siquiera escuché bien cuando me lo dijo al despedirno­s. No me permite que pague mi café. Yo le perdono internamen­te no haber reído lo suficiente la anécdota que le conté. Segurament­e ya la conocía.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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