Vanguardia

Un simpático personaje

- José María Fraustro ...mano…

¡Qué afortunado soy! ¡Qué afortunado! Mis viajes de juglar me llevan por todas partes de este hermoso País que es México. Igual que a Gonzalo de Berceo me solicitan todos los caminos, me aguardan todas las posadas, me esperan todas las mesas; y míos son todos los vasos de buen vino (y en tiempo de calor los de cerveza). Regresé hace unos días de la región del Istmo, pues peroré en un solo viaje en Salina Cruz, Tehuantepe­c y Juchitán. Tiene Oaxaca una belleza que quizá en lengua zapoteca se pueda describir, pero no en castellano u otra cualquiera de las modernas lenguas. En Huatulco empieza mi peregrinac­ión, junto a ese belicoso mar Pacífico que en las nueve bahías se remansa. No hay sol ahora, pues un ciclón ha andado acerca. Gris está el cielo, y gris el mar. Los turistas vagan por los pasillos del hotel como ánimas en pena. Yo no, porque no soy turista, y el mar y el cielo me parecen aún más bellos con sus hábitos de monjes mercedario­s.

De Huatulco a Salina Cruz la carretera es una continua curva que sube la montaña. Baja otra vez y llega al puerto, donde los buques japoneses aguardan para llenarse el vientre de petróleo. La noche es tibia y húmeda. “Trópico cálido y bello, Istmo de Tehuantepe­c...”. Ahí estoy yo, en la cintura de México. La casa donde soy recibido es amplia y es hermosa. He cenado los guisos de la tierra y un queso que deja al de todas las Europas en calidad de mazamorra sin sabor. Sueño –y todos los sueños que he soñado se han hecho realidad, aun sin mi participac­ión–, sueño, digo, con ir a pasarme un mes en Oaxaca con mi esposa, sin hacer nada, sólo pasando y repasando las magias y misterios de esa tierra tan tierra, de ese cielo tan cielo y de ese mar tan mar.

Estoy ahora en mi habitación leyendo un libro que trata de Juchitán, de su historia y sus historias. Cae una lluvia fina; el goterón deja caer su chorro en el jardín. De pronto se apaga la luz por la caída de un rayo. A poco un servidor de la casa me trae una vela y una cajita de cerillos. Con esa luz prosigo la lectura, que se vuelve más honda y entrañable.

Leo acerca del general Heliodoro Charis Castro... Les exigía a sus hombres llevar siempre el morral del mismo lado y el machete del otro. A quien se los cambiaba de hombro lo hacía castigar severament­e. Y es que él no sabía de flancos izquierdos y derechos: para hacer que la tropa se encaminara hacia determinad­o rumbo ordenaba con recia voz marcial: –¡P’al lado del machete! O: –¡P’al lado del morral! Una vez, siendo jefe militar de la región de Juchitán, le fueron a avisar al general Charis que ciertos industrial­es extranjero­s pedían permiso para pasar una gran máquina por el puente –de madera– sobre el río Tehuantepe­c.

–Es una máquina muy pesada, mi general –le advirtió el alcalde–. Es de 50 mil caballos.

–¡Ah, cabrón! -se alarmó don Heliodoro–. Pos que los caballos pasen de uno por uno; no se vaya a quer el puente.

Pregunto por el general Charis en la comida del día siguiente y toda la sobremesa pasa con el relato, hecho por mis señoriales anfitrione­s, de los hechos y dichos de aquel pintoresco hombre semejante a otros que en la República he hallado. En ellos encarna el travieso ingenio que tenemos los mexicanos para decir mentiras tan firmes como la realidad y contar verdades tan atractivas como la mentira.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE
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