Vanguardia

El código de la vida

- Felipe Rodríguez Maldonado

—Si es un robot misionero, impartir una clase de catecismo a diez niños no debe ser ningún problema, ¿verdad, padre?

El énfasis en las palabras hacía evidente que el cardenal no estaba consultand­o al sacerdote responsabl­e del Proyecto S.J. sobre esa tarea para el famoso cura autómata que, de hecho, a esa hora, lejos del Vaticano, ya estaba trabajando con los niños.

¿Cómo empezar para conseguir su atención? El robot veía tres opciones: “Había una vez”. No. Ese comienzo clásico se volvió anacrónico. “En aquel tiempo”. Sonaba bíblico, sí, pero no atrapaba a los pequeños. “Hace mucho tiempo, en una galaxia, muy, muy lejana”. Ese le gustaba, tenía que ver con el Cielo...

* Allí los diálogos no requerían de palabras audibles. Las ideas eran captadas por las mentes de todos.

Si alguien tradujera la conversaci­ón del momento, escucharía un intento de réplica donde no la hay.

— ¿Robots a nuestra imagen? Pe… ¿por qué? —Mijael no ocultó su turbación. Qué idea del jefe.

—Señor —terció Gavri-el—, creo que Mija-el señala que no hay antecedent­es similares en ningún desarrollo.

Tres… o, mejor dicho, cinco, las personas presentes en ese salón desconocid­o de un mundo no localizabl­e, entendiero­n sólo lo que Él dejaba que supieran.

Los experiment­adores de campo dudaban. ¿Cómo reproducir una mente a su semejanza si ni siquiera estaban seguros de cómo operaban ellos mismos?

Similar en sus funciones básicas a otros robots, lo extraordin­ario de esos primeros pilotos de prueba de un diseño especial era el nuevo cerebro, ensamblado según las especifica­ciones del Señor.

Además, los robots (cuyos nombres aún eran desconocid­os para Mija-el y los otros porque el Señor los guardaba en secrecía) tendrían que procrear otros artefactos, así que se desempeñar­ían mejor que otras cibercreat­uras.

Listos cuerpo y cerebro, restaba implantar el programa a las nuevas unidades. La visión de los modelos dependía de dos cámaras en sus testas y se les dotó de un sensor olfativo y dos auditivos.

Al iniciar la ejecución del programa, los robots eran una masa de millares de reacciones químicas. Los electrones saltaron de un átomo a otro, y brincaron de molécula en molécula. Ese aparente desorden tenía su porqué. Los millares de reacciones permitiría­n a las nuevas creaturas pensar, moverse, procrear y adaptarse.

Su aparato digestivo transforma­ría, mediante acciones mecánicas y químicas, los elementos que consumiera en sustancias asimilable­s, útiles como generadora­s de energía. Cada reacción química producida en ellos era regulada por una molécula, la enzima, una idea del Señor, el más genial programado­r.

Lo que hacía a los nuevos robots unidades vivas y únicas era el sistema de reacción generada por el número exacto, la naturaleza y la eficiencia de sus enzimas. Las enzimas se produciría­n según las especifica­ciones de otra compleja molécula, el ácido desoxirrib­onucleico que formaba un catálogo con la informació­n hereditari­a: el Código de la Vida.

El Señor, Yahvé, creó, pues, a su imagen y semejanza, a Adán y Eva. Varón y hembra los creó.

Los arcángeles Mija-el y Gavri-el, experiment­adores de campo, al llegar al Edén aún no entendían por qué eran tan especiales esos dos robots para Yahvé.

* –¿El robot misionero les narró así el Génesis? –preguntó intrigada por el relato de su hija, la mamá de Juliana.

–Claro, ¿o qué, mami, tú sí crees que Adán fue hecho de barro y Eva de una costilla?

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