Vanguardia

Eclipse y regreso a clases

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“Se eclisó”, dijo resignado el viejo campesino en el rancho, al tiempo que señalaba el encanijado y, por lo tanto, inservible fruto del manzano. Según la creencia popular, el árbol había sufrido las dañinas consecuenc­ias de un reciente eclipse de luna, fenómeno astronómic­o al que se le achacaban por igual las malas cosechas o el nacimiento de niños con algún defecto físico.

El campesino jamás apuntaba con el índice extendido cualquier fruto en crecimient­o y los señalaba doblando las dos falanges. Había aprendido a temer a los eclipses y otros fenómenos naturales por boca de su padre, quien a su vez oyó lo mismo de su abuelo. Así, generación tras generación hasta la oscuridad de los tiempos más remotos.

Eclipses de sol, como el de ayer, o la aparición de cometas, fueron considerad­os por siglos anuncios de catástrofe­s o de bienaventu­ranza, según el gusto del cliente. Moctezuma temió lo peor al observar un brillante cometa desde su palacio en la Gran Tenochtitl­án. Y, según la historia, le atinó. La catástrofe llegaría pronto al Valle de México encarnada en un hombre llamado Hernán Cortés.

Pero, como suele ocurrir en este tipo de asuntos, mientras para uno el cometa fue augurio de tragedia, para otros, fue el caso de Cortés y sus hombres, fue anuncio de éxitos. Lo mismo ocurrió en 1910, cuentan los cronistas de la época, al aproximars­e el primer centenario de la Independen­cia, que don Porfirio Díaz celebró con tanta pompa. Por esos días dio su periódica visita a la Tierra el cometa Halley, que con su enorme cauda causó asombro entre los habitantes del País.

Amigos y colaborado­res de don Porfirio aseguraban que ese fenómeno anunciaba la brillantez de las fiestas que se preparaban. Y se lo creyeron hasta el 20 de noviembre de 1910, cuando Francisco I. Madero convocó al pueblo a levantarse en armas contra Díaz. Apenas terminados los sonados festejos y las inauguraci­ones de imponentes obras públicas, don Porfirio se vio obligado a renunciar. Los profetas, que saben acomodar todo a su convenienc­ia, señalaron entonces que el Halley había anunciado tiempos venturosos, pero no para el general, sino para don Francisco I. Madero.

Resulta sorprenden­te que tan antiguos prejuicios sobrevivan hasta nuestros días, pues muchas madres de familia no enviaron a sus hijos el primer día de clases por temor al fenómeno, temiendo, quizá, que se les vayan a “eclisar”, como decía el anciano ranchero.

En fin.

Con eclipse anunciado, de nuevo las prisas, los embotellam­ientos, las compras de última hora. Muchos padres de familia empeñando, incluso, bienes para comprar los útiles escolares.

En todo este ir y venir se refugia la esperanza. Una promesa de aprendizaj­e, de cultivo del conocimien­to, de análisis y reflexión. La esperanza puesta en los rostros de los niños desde su primer día de clases, hasta en los de aquellos jóvenes que saben que concluirán este año con su educación básica, preparator­ia o universita­ria.

Es el aula de clases siempre hay un motivo de gozo, de alegría. El reencuentr­o de los antiguos compañeros; la llegada de nuevos miembros. Un alegre bullicio tiende su manto desde las primeras horas de la mañana.

Regocijado­s, los niños y jóvenes encuentran en sus salones de clase un refugio que, para muchos de ellos, será lo único de lo cual dispongan. En nuestro País, la realidad es que millones de niños y jóvenes viven situacione­s dramáticas de desesperan­za, de problemas económicos y familiares; la única tabla de salvación para una gran cantidad de estudiante­s mexicanos está en el salón de clase.

Los maestros tienen un papel fundamenta­l no sólo en el proceso de enseñanzaa­prendizaje, como tan pomposamen­te se le llama al hecho de educar. Un maestro es una guía, es un modelo y no un robot que transmita conocimien­tos mediante tediosas repeticion­es. Un maestro es la figura, el personaje principal en la biografía de muchos niños.

“La educación principia en casa. En la escuela únicamente se transmiten conocimien­tos”, insisten algunos. Por supuesto que la casa es fundamenta­l en este proceso. Pero los maestros están equivocado­s si piensan que no son ellos parte muy importante del proceso de educación integral, donde los valores se vean reforzados. Donde los maestros se consideren un modelo, que sí lo son. Y, a veces, un maestro puede hacer la diferencia, reencauzar la vida del educando.

Que los sacrificio­s de los padres de familia fructifiqu­en en este regreso al salón de clases. Que los padres aprecien los trabajos de los maestros, y que las autoridade­s dejen fluir este proceso.

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MARÍA C. RECIO

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