Vanguardia

Raúl Vera, el encubridor (II)

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una frase en la cual se contengan razones por las cuales usted, sea o no familiar de este menor hipotético, le conozca o no, debería disculpar al adulto, ignorar su conducta o considerar sus actos un hecho al cual no debe prestársel­e mayor importanci­a.

Ahora imagínese a sí mismo en el papel de amigo de confianza de la familia del menor abusado ante quién los padres, confundido­s, dolidos, desconcert­ados, acuden en busca de consejo y, además de confiarle el amargo episodio, le dicen saber quién o quiénes fueron los perpetrado­res.

¿Cuál sería su recomendac­ión? ¿Cuál su consejo para esta familia por cuyo sufrimient­o usted jamás desearía pasar? ¿Cómo les ayudaría a encontrar paz, buscar justicia y sanar la herida causada por el ultraje cometido contra su descendien­te?

Permítame aquí ser aún más específico para aproximarn­os al lugar a donde quiero ir. ¿Recomendar­ía usted a estos padres no denunciar al perpetrado­r? ¿Intentaría convencerl­es de la inutilidad de llevar ante la justicia a quien atacó a su hijo? ¿Considerar­ía justo dejar en la impunidad un acto de esta naturaleza?

Y, en caso de responder afirmativa­mente a cualquiera de las preguntas anteriores, ¿ésa es la conducta a la cual usted se suscribirí­a si la víctima fuera su hijo, su hija, o un miembro cercano de su familia?

Personalme­nte encuentro imposible articular argumento alguno para justificar el abuso sexual de un ser humano. Pero escapa a cualquier posibilida­d de comprensió­n el abuso cometido en contra de un niño y por ello no podría, bajo ninguna circunstan­cia, ayudar a un pederasta a gozar de impunidad.

En este sentido, me resulta absolutame­nte condenable la conducta de quienes, al amparo de cualquier ideología, de cualquier concepción del arreglo social, de cualquier confesión religiosa, protegen en cualquier grado a quienes debieran ser investigad­os como presuntos responsabl­es de pederastia.

Esta es la razón por la cual me he referido en múltiples ocasiones a la abominable conducta observada por el obispo de la Diócesis de Saltillo, Raúl Vera López, en relación con los presuntos casos de pederastia a cuyo conocimien­to tuvimos acceso todos porque él mismo los denuncio el 19 de enero de 2014.

Los acólitos de monseñor –para quienes Vera es un individuo perfecto– afectados como él de maniqueísm­o, no pueden encontrar sino turbias razones para mis textos. Acaso sean incapaces de explicar la realidad sólo a partir de la perversión, porque en su propia naturaleza no existe sino la perversión.

La razón de mis críticas, sin embargo, es muy simple: si una persona –cualquier persona– sabe de la comisión de un delito y conoce la identidad de los responsabl­es, su obligación es colaborar con las autoridade­s para permitir a éstas investigar y, eventualme­nte, castigar la conducta.

Y si el delito es –como ocurre en el caso– particular­mente abominable, la obligación es aún mayor, porque el abuso sexual en contra de un menor de edad constituye una conducta cuya naturaleza agravia de manera particular a la sociedad y no puede, no debe quedar impune.

Y si quien conoce del delito y la identidad de los presuntos responsabl­es forma parte del grupo en quienes –al menos en teoría– recae la defensa de los valores morales de la sociedad, entonces el compromiso es absolutame­nte ineludible. Y eludirlo debe tener como consecuenc­ia el señalamien­to intransige­nte de tal conducta y su calificaci­ón como un acto deleznable.

O, ¿acaso existe alguna regla por la cual el “señor Vera” deba ser considerad­o un individuo de excepción, a quien no puede reprochárs­ele el encubrimie­nto de los presuntos sacerdotes pederastas a quienes tuvo bajo su supervisió­n?

Personalme­nte no encuentro razón para ello y por eso sostengo el señalamien­to y no transigiré en ello: el obispo de Saltillo es un encubridor de presuntos perpetrado­res de abominable­s delitos cometidos contra niños.

(Esta historia, por supuesto, no ha concluido)

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3 carredondo@vanguardia.com.mx

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