Vanguardia

ESTRENO Y APUNTACION­ES

- JAVIER TREVIÑO CASTRO

1. El estreno de una obra teatral de la cual soy autor me sorprende en medio de una actividad abrumadora y, paradójica­mente, de una incertidum­bre que cala más allá de mi voluntad y de la lógica. Ignoro qué hace aquí la palabra “lógica”, porque en las cosas del corazón nada tienen que ver ni su rigor ni su abstracció­n metálica. Se ha colado, sin embargo, y la dejo ahí por pura desidia.

La obra de teatro no es sino una adaptación de un cuento del narrador mexicano Eduardo Antonio Parra (Guanajuato, 1965), que me sugirieron Arián Ojili y Efrén Estrada. Autor de varios libros de cuentos y algunas novelas, Parra es uno de los escritores mexicanos más interesant­es de las nuevas generacion­es. A su volumen “Los límites de la noche” (ERA, 1996) pertenece “Como una Diosa”, el relato en que está fundada la adaptación de esta “La Diosa de la Noche”.

Aunque la gente suele decir que soy un “crítico de arte”, esto no es verdad. Me gusta escribir sobre las artes visuales, quizá porque durante varios años de mi vida fui estudiante en el Taller de Artes Plásticas de cierta Universida­d y porque éstas han sido una obsesión que me ha perseguido –o a la que he perseguido- siempre, pero ni eso ni los años dedicados a la gratifican­te investigac­ión sobre las artes me convierten en un “crítico de arte”, con el respeto que me merecen algunos grandes que sí lo son, como Cardoza y Aragón, Teresa del Conde, Lelia Driben, Avelina Lésper, Juan García Ponce, Raquel Tibol, Xavier Villaurrut­ia, nuestro Mario Herrera y, en primer lugar, Charles Baudelaire.

Pero mi verdadera persecució­n se concentró desde la infancia en la poesía y el teatro. De la primera he publicado poco, pues mi talante se resiste a complacer al príncipe, y cualquiera sabe que hay que hacer muchas caravanas ante las puertas de las institucio­nes oficiales para que alguien dé a uno el mendrugo de una publicació­n. Prefiero la marginalid­ad. Si no fui el favorito de mi madre, ¿por qué tendría que preocuparm­e de no ser el predilecto de un gobernante, un alto funcionari­o o un funcionari­o a secas? La verdad es que jamás fui el favorito de nadie, y si así sucedieron las cosas, supongo que los astros, el azar o el ADN tendrán algo que informar en su momento.

He escrito poemas casi toda mi vida, he hecho teatro casi toda mi vida. Pero como la celebridad y la posteridad me tienen sin cuidado, ni siquiera llevo un registro de lo hecho, una bitácora o algo similar. No soy, por desgracia, de los que ordenan todos sus papeles alfabética­mente en varios archiveros. Para no morir de inanición y del dolor que el desprecio y la humillació­n suelen provocar en seres como éste que escribe, tuve que penetrar en otra jungla: la pedagogía. Así he podido solventar la vida cotidiana, aunque la verdadera haya quedado relegada a la penumbra de la “soledad creativa”, si de este modo puedo llamarla.

El lujo de escribir puede disfrutars­e –o sufrirse- a solas, pero no el de hacer teatro, que es desde sus orígenes un ejercicio colectivo. Nadie puede afirmar que hace teatro en solitario, así se trate de un monólogo. Para hacer teatro se necesitan varios, aunque, como diría Brook, el alma del teatro no es otra que el actor. No el dramaturgo, ni el director de escena, ni el escenógraf­o, ni el iluminador. El fenómeno teatral oscila entre dos esferas: el actor y el público. Todo lo demás gira en torno de este binomio magnético.

Nunca me atreví a dirigir mis propios dramas. Siempre me pareció el colmo de la vanidad; quise mantenerme tímido ante la posibilida­d de que otro encontrara en ellos vetas o rasgos que podría aprovechar mucho mejor que yo. Al no ser autores del texto, otros directores leerían con ojos no saturados por la cercanía lo que había escrito. Sólo una vez dirigí un texto compuesto por mí. Hace años quise saber cómo sería escribir teatro para niños, redacté una obra bastante simple y dirigí el montaje. No estuvo tan mal. No he vuelto a escribir dramas infantiles, pero he dirigido mis propias adaptacion­es de “Alicia”, adaptacion­es que siguen paso a paso el original de Carroll.

2. ¿Por qué digo todo esto? Debe ser porque el estreno de “La Diosa de la Noche” me pone un tanto nervioso y también porque debo ahuyentar ciertos fantasmas que no me dejan en paz, simplement­e no me dejan en paz. No encuentro mejor manera de sacarlos de mí que escribiend­o, escribiend­o, escribiend­o. Y como debo entregar esta colaboraci­ón lo más pronto que pueda, pues redacto estos párrafos, me ocupo de ellos para no optar por la locura. Seguro mi editora pensará que va a desperdici­ar un espacio valiosísim­o publicando estas cosas. Pero no puedo enviarle un poema: en los periódicos ya no hay lugar para eso.

3. Trabajar con Efrén Estrada y Arián Ojili fue muy placentero. Efrén es un joven director verdaderam­ente prendido con la experiment­ación teatral y Arián, un productor comprometi­do con su labor. Hace apenas unos días conocí a la actriz –Victoria Anaid- que representa­rá al personaje de “la Diosa”. Nos encontramo­s en el pequeño vestíbulo de un gran lugar: “El Rincón del Teatro”, que coordina el teatrista Rogelio Palos. Con algunos amigos, asistía a la penúltima función en esta temporada de “Rebanadas de Vida”, de Verónica Musalem, puesta en escena por Efrén.

Victoria es una chica muy guapa y vital. “¿Usted es…?”, preguntó al verme. Supuse que era “la Diosa”, de la que ya Efrén y Arián me habían hablado. Le dije que sí. “Vaya, pues mucho gusto. Yo soy…” “¿La Diosa de la Noche?”, pregunté. Ambos reímos. Presenté a mis amigos y ella nos presentó a su novio. Cuando nos sentamos en las sillas, ante el espacio escénico, Victoria volvió a hablarme de “usted” y sentí escalofrío­s: “¿Sabe una cosa? Me encanta el personaje…” Le respondí con una petición en forma de pregunta: “¿Por qué no me hablas de tú, Victoria?” Pero debió darle miedo el abismo cronológic­o que hay entre nosotros, pues al salir de la sala siguió con el “usted”. Y comprendí.

4. No sé si tenga alguna importanci­a el contar cómo fue el proceso de adaptación y de qué manera se desarrolla­ron las pocas sesiones de lectura, comentario­s y discusión entre los involucrad­os en este proyecto. Lo primero que me sorprendió fue el respeto de todos por el trabajo teatral. Efrén es un director híbrido: reflexivo y emocional, cordial pero caviloso. Ignoro si mi edad inhibía sus palabras o sus acciones, pero las veces que nos vimos fueron siempre amigables, aunque se opusieran algunos reparos a mi texto, que reescribí varias veces, no sólo estimulado por sus sugerencia­s sino también impelido por mi propia exigencia y mi empecinami­ento en entrar en el mundo del cuento de Parra y extraer de él su ambiente, su sustancia, y de algún modo,

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