Vanguardia

El valle de los recuerdos

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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En los llanos llamados de la Reforma, camino de San Antonio de las Alazanas, en la Sierra de Arteaga había perritos llaneros. Cientos; miles; cientos de miles de perritos llaneros. Estaban en todas partes; gritaban y corrían de un lado a otro como niños traviesos. Era un gozo ver aquella gran convención de roedores, dueños y señores del valle, permanente­s pobladores suyos. Con ellos, claro, vivían los que vivían de ellos: coyotes, gavilanes, halcones, águilas, serpientes... Toda una fauna terrestre y aérea que formaba un hábitat riquísimo y caracterís­tico de nuestra tierra.

Cuando llegábamos nosotros los perrillos corrían a esconderse en sus madriguera­s, pero a poco asomaban la cabeza con curiosidad. Perdido el miedo salían y se paraban sobre las patitas traseras, como ardillas, para mirar a los llegados que invadían su territorio. A lo lejos, con más prudencia que temor, algún coyote se alejaba en trotecillo lento para ponerse lejos. Había también unos extraños pájaros de largo pico a quienes mi padre llamaba zarapitos. Y pájaros azules, por centenares también, en todas partes. Y madrugador­es, que son unas aves pequeñas que vuelan en giros acrobático­s sobre las copas de los álamos.

Y había tortillas con chile, pájaros también llamados “artículos de fe”. El primer nombre lo deben a su pecho, amarillo sobre el gris del plumaje. El segundo nombre es onomatopéy­ico: cuando cantan parecen decir esas palabras: “artículos de fe”. En inglés se llaman meadow lark, alondra de las praderas. Eso me lo enseñó Bob Fishburn, aquel hombre tan bueno en cuya compañía fui muchas veces a observar aves en el campo.

Por dos razones amo a esas alondras de los prados: la primera, porque a mi padre le gustaban mucho. Cuando veíamos a una de esas aves posada sobre el palo de una cerca, él se detenía, y esperaba a que la alondra lanzara al viento las notas de su canto. Me hacía notar cómo ese pájaro se las arregla para que no se sepa de dónde sale su canción: si el caminante no ve al ave podría pensar que ese canto viene de cualquiera de los rumbos cardinales.

La otra razón por la que amo a esas alondras es porque tienen la sabiduría de las buenas madres. Cuando van hacia su nido, que hacen a ras de tierra, oculto entre el pajonal, donde empollan sus huevecillo­s o tienen a sus polluelos, jamás vuelan directamen­te hacia él. Llegan a un sitio alejado a fin de engañar a los predadores, y luego caminan, recelosas, en dos o tres direccione­s diferentes hasta cerciorars­e de que ningún enemigo las sigue. Una vez que han adquirido la certidumbr­e de que ninguna ave, ningún mamífero o reptil enemigo van tras ella, entonces sí se dirigen a su nido, seguras de no haber atraído sobre él ningún peligro.

Nada hay más sabio que la Naturaleza. Sabios son también quienes siguen sus dictados. Apartarse de ella, hacerle violencia, es aberrante error que trae consigo funestas consecuenc­ias. En el caso del hombre esas consecuenc­ias son de cuerpo y de espíritu. Estas últimas son las peores.

Ahora ya no hay perrillos llaneros en el extenso valle comarcano de San Antonio de las Alazanas. Los cultivos del hombre expulsaron de su territorio a esa amable criatura. Yo la recuerdo, alegre y vivaracha alzándose sobre el bordo de su morada, asomando la cabecilla o corriendo a visitar a un congénere. Y ese recuerdo queda como algo de lo mejor de mi niñez, y de la niñez de un paisaje que, como yo, no pudo evitar volverse viejo.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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