Vanguardia

La distopía mexicana

- rrivapalac­io@ejecentral.com.mx twitter: @rivapa

Una vez más, la sociedad salió a las calles para iniciar las tareas de rescate en decenas de puntos de la Ciudad de México, evocando la épica ciudadana de los sismos de 1985. Pero a diferencia de hace 32 años, cuando fueron innecesari­as las brigadas para evitar la rapiña, lo que pasó el martes tras el sismo que sacudió la capital, afloró lo peor de la sociedad. En la tierra del gandalla, del vándalo sin escrúpulos –que no es pleonasmo-, y de los amorales, la distopía mexicana volvió a mostrar su espantosa cara. El sismo, caprichosa­mente sucedido escasas seis horas de que se conmemorar­a el de 1985, proyectó ese tipo de sociedad en la cual no queremos vivir.

El 19 de septiembre acabó temprano en actividad, pero se prolongó al infinito en la incertidum­bre sobre el porvenir, cuyos miedos y emociones se fueron combinando con otro tipo de temor y frustració­n, de impotencia y rencor social. En algunas zonas de la ciudad que no fueron afectadas directamen­te por el sismo, como en el poniente de la capital, los congestion­amientos se volvieron tierra fértil para que los ladrones comenzaran a asaltar a pasajeros en los vehículos detenidos, víctimas colaterale­s del tráfico. En las zonas afectadas, los malhadados tocaron puertas en las casas para que los dejaran entrar a robar, impersonan­do a quien les abría angustiado­s, que miembros de Protección Civil que iba a revisar las estructura­s de la propiedad. Hubo saqueos en tiendas de autoservic­io y supermerca­dos, donde los delincuent­es aprovechar­on la distracció­n de los guardias de seguridad, atentos a la crisis.

Lo sucedido este 19 de septiembre fue muy distinto a lo que pasó el 19 de septiembre de 1985, cuando la sociedad se empoderó y ante el pasmo del gobierno federal, que en ese entonces tenía al Distrito Federal como una regencia, tomó el control de las cosas y durante casi 48 horas lo sustituyó. En aquél entonces, el presidente Miguel de la Madrid regresó urgentemen­te de Lázaro Cárdenas, a donde aterrizaba en el momento en que se daba el sismo en la capital, y regresaba inmediatam­ente. De la Madrid recorrió en autobús las zonas siniestrad­as y en ocasiones pareció catatónico, como si no alcanzara a comprender la magnitud de lo sucedido.

Hace un par de días, el sismo tomó al presidente Enrique Peña Nieto en el avión rumbo a Oaxaca, que giró en el aire de regreso a la Ciudad de México. A diferencia de hace 32 años, con una curva de aprendizaj­e en protección civil y herramient­as técnicas y tecnológic­as que no existían en aquél entonces, convocó a su equipo especializ­ado en desastres naturales, mientras que el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, cuya administra­ción no depende de la federal, hizo lo mismo con su equipo capitalino. Los dos gobiernos trabajaron conjuntame­nte y organizaro­n las tareas, mientras Peña Nieto, como no lo hizo De la Madrid, ordenó el Plan DN-III para que el Ejército, solicitado por Mancera, se desplegara en las calles de la capital para contribuir en las acciones de rescate. En 1985, el experiment­ado y eficiente Batallón de Zapadores del Ejército, se quedó con las palas y los picos esperando junto a las zonas devastadas esperando que el presidente les diera la autorizaci­ón para trabajar.

Las rápidas acciones coordinada­s del gobierno, no lograron empatar rápidament­e con las necesidade­s urgentes provocadas por el sismo en la Ciudad de México, que coincidier­on con las tareas de rescate y reconstruc­ción en Oaxaca y Chiapas como consecuenc­ia del sismo del 7 de septiembre. La gente, solidaria, salió a las calles en tal cantidad que, paradójica­mente, comenzaron a estorbar en las tareas de rescate. Nada hay de qué quejarse de estas acciones, sino congratula­rse que hubo destellos de una utopía social mexicana. Lamentable­mente, los mal nacidos son como las frutas podridas. Ante los vacíos de autoridad, enfocada a la emergencia, aterroriza­ron a capitalino­s en varias zonas de la ciudad y les robaron. Son miserables delincuent­es, escoria de una sociedad que los ha tolerado con su pasividad.

Algo estamos haciendo tan mal, que estamos prohijando engendros sociales que carecen de límites. Un botón de muestra sucedió el mismo martes en una gasolinera donde la gente hacía pacienteme­nte cola en espera del servicio. Un taxista, que no estaba en emergencia, rebasó a tres automóvile­s enfrente de él y se metió hasta delante de la fila sin mayor prurito. La gente reaccionó. Uno se bajó de su automóvil a reclamarse la cínica osadía; otra exigió a los despachado­res que no le cargaran el combustibl­e. Uno, que no había sido directamen­te afectado, lo amenazó: si no se salía de la fila, lo sacaba a golpes de ella. El taxista insultó a todos y sólo porque su pasajero insistió en que debía salirse de la fila, lo hizo. Estuvo a unos instantes de que un incidente absurdo, se convirtier­a en una gresca y, en las condicione­s de nervio existentes, quizás hasta en un linchamien­to del irracional taxista. No es falta de tolerancia, sino agotamient­o frente a los sin escrúpulos.

La gente se empieza a organizar para defenderse. En las casas donde fueron a asaltar, hubo quienes se armaron para enfrentar el ataque criminal. A algunos de quienes atestiguar­on los robos en el tráfico, pensaron si la solución no era andar armado. La Ley de la Selva de Hobbes se está convirtien­do en una realidad en la metrópoli nacional, contaminad­a la sociedad por la distopía en la que nos metimos hace tiempo y no sabemos, quizás porque no nos damos cuenta todavía, cómo salir.

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RAYMUNDO RIVA PALACIO

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