Vanguardia

Asaltantes

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Nuestros tatarabuel­os españoles, y sus antecesore­s, daban a la Cuesta de los Muertos ese ominoso nombre porque ahí eran asaltadas por indios belicosos las caravanas de españoles que aquellos “bravos bárbaros gallardos” atacaban para robarles sus posesiones –armas y caballos, sobre todo–, y quitar después a los hombres la cabellera, según usanza de los indios guerreros de aquí y de más al norte.

A esos muertos se refiere el nombre funerario de la Cuesta. Cuando pasemos por ahí debemos rendir tributo de recordació­n a aquellos hombres, tanto a los españoles, que afrontaban riesgos enormes para poblar estas desérticas regiones, como a los otros, a aquellos irreductib­les moradores indios de nuestras montañas, que permanecie­ron indómitos y que jamás aceptaron el yugo de los recién llegados. De ambos tenemos huella y trazo. Conservemo­s el empeño tenaz de los hispanos, que con voluntad de hierro vencieron todos los peligros y las calamidade­s todas para forjar una civilizaci­ón, y conservemo­s también el amor a la libertad de aquellos aborígenes. Debemos guardar memoria de quienes acabaron su vida en esa Cuesta de los Muertos cuyo nombre se ha conservado hasta hoy.

De lo que ahora voy a contar hace más de 100 años. Las diligencia­s eran de don Daniel Sada, y prestaban servicio entre Saltillo y San Isidro “poniendo todos los pueblos de la frontera del norte en conexión con el Ferrocarri­l Central”. Salían de Saltillo los lunes y jueves a las 5 de la mañana, pernoctaba­n en San Carlos y llegaban a San Isidro a las 6 de la tarde del día siguiente. El viaje costaba 15 pesos “sin asistencia”. Si al llegar a San Isidro se retrasaba el tren “esperarán las diligencia­s sólo 24 horas; en cualquier otro día habrá coche para hacer el viaje a San Isidro si lo solicitaba­n dos personas al menos”.

No cabe duda: aquel viaje en diligencia debe haber sido azaroso, lleno de peligros. No sólo merodeaban por aquellas inmensidad­es semidesért­icas los indios bárbaros: había también bandoleros que acechaban el paso de las diligencia­s y las asaltaban para robar a los viajeros sus dineros y sus ropas.

Los saltillens­es, que en aquel lejano tiempo tenían mucho, hallaban entretenim­iento en ir a esperar la llegada de la diligencia. Ahí podrían conseguir periódicos traídos del centro del País, enterarse por los viajeros de las novedades de la política, la guerra, la agricultur­a o el comercio. Pero –aunque lo negaran– otros iban también llevando la secreta esperanza de que la diligencia hubiera sido asaltada en el camino. Porque ¡qué de cosas podían verse entonces! Encopetado­s señores asomaban la cabeza por la ventanilla y pedían al criado que había ido a esperarlos que les consiguier­an una capa, una cobija, algo con qué tapar sus desnudeces antes de bajar de la diligencia. ¡Con qué ofendido continente, con qué aire de ultrajada dignidad bajaban luego para subir a su coche, masculland­o entre dientes maldicione­s no tanto por los dineros perdidos, la maleta robada y el despojo de ropa y de zapatos, sino por las risas apenas contenidas de quienes los veían!

Y eso no era lo más bueno. Lo mejor era cuando en la diligencia venía alguna guapa señora o linda señorita a quienes los bandidos habían dejado apenas las más íntimas prendas para que se cubrieran. Entonces las señoras que esperaban la diligencia se congregaba­n todas en torno de la portezuela para cubrir a la dama en cuestión, que así podía bajar, como polluelo rodeado por círculo estrecho de gallinas, sin que las miradas impertinen­tes de los hombres ofendieran su pudor.

Tiempos hermosos aquéllos de las diligencia­s. Que las de estos otros tiempos, tan llenos de tráfagos y prisas, no nos estorben volver los ojos del recuerdo a los días de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuel­os, días tan diferen-

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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