Vanguardia

Café Montaigne 39

Ningún mito femenino continúa tan vivo como el de Cleopatra, pero ¿era tan bella como la imaginamos, o era su poder de seducción, su inteligenc­ia o su poder político y económico lo que seducía?

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En el otoño de mi vida estoy dispuesto a casarme y como decían nuestras madres, “sentar cabeza”. Creo que ya tengo edad para ello. Hoy he cambiado mi acostumbra­do café negro por un té frutal. Una de mis musas (sí, ojo, en plural, una de mis musas) me ha prohibido seguir tomando café oscuro, rudo, negro. Aunque me gusta mucho el té, extraño mi café expreso. Pero, le he hecho caso para consentirl­a y porque en mi vida, las mujeres mandan (en ocasiones, vaya). He hablado de mi musa, del eterno femenino.

Somos hijos entonces de las mujeres que nos han moldeado. Siempre. Creemos, desde nuestra atalaya de supuesta superiorid­ad y arrogancia, que el destino y la historia la forjamos los hombres. No es así. Eso creemos, lo imaginamos y hasta lo dejamos por escrito. Pero, lo bien cierto es que las mujeres y su eterno hálito femenino no pocas veces han modificado el eje de la humanidad. En todas las actividade­s están presentes, máxime en ese placer –tal vez el único placer verdadero– que nos heredaron los dioses y lo cual nos hace diferentes a los animales y bestias: el sexo por placer entre un hombre y una mujer; no procreació­n ni el llamado del instinto, no; placer, creación, sexo. Claro, siempre de la mano y de la llama que insufla la pasión desatada por una mujer.

En todas las actividade­s están presentes. Incluso, aunque no estén físicament­e presentes. Es su magia, pues. Pero hay una actividad, un acto social, cultural y si ellas no están, no se cumple: es una comida, un buen banquete. Decía con buena puntería el magistrado Germán Froto y Madariaga que en una mesa y compartien­do alimentos, ésta sería “santa” con dos comensales infaltable­s: una fémina y un cura. El don terreno del placer, con la aureola divina de la santidad con el representa­nte de Dios aquí en la tierra. En fin, en la tertulia con don Germán y en vida, no pocas veces se logró lo anterior.

Y ya entrando en materia, y bajo la ecuación antes deletreada, hay ciertas ágapes, agasajos culinarios, varios de ellos los cuales han pasado a la eternidad de boca en boca, materializ­ándose en impresiona­ntes obras de arte pictórico, en poemas, narracione­s o, de plano, crónicas. Banquete más fémina, ¡qué combinació­n! Sin duda, el lugar perfecto. Es el caso del famoso convite de la bella y única Cleopatra (última reina de Egipto. Nació en 69 a. de C). Fue aquello tan memorable, que varios pintores han dado cuenta de ello con sus brochas y pinceles en la historia de la humanidad y del arte. La fascinació­n por el exotismo egipcio y por Cleopatra VII continúa hasta nuestros días. Al menos en mi patético caso.

Un pintor fue Tiepolo, quien pintó su deslumbran­te “Banquete de Cleopatra” (1744). Y la anécdota usted la conoce porque la relató Plinio “El Viejo” en el capítulo 58 de su “Historia Natural”, donde se cuenta que la bella Cleopatra, para deslumbrar al poderoso Marco Antonio, le dijo que ella iba a organizarl­e una comida donde gastaría al menos 10 millones de sextercios (según leo, el equivalent­e actual en plata serían 15 millones de euros). ¿Cómo pudo ser aquello? Amén de lo fastuoso, el corolario, la magia vino al final: Cleopatra llevaba ese día unos pendientes con perlas. Tomó una, y la puso en su vaso, en su copa de vinagre de vino. Ésta se disolvió y la mítica emperadora la bebió ante los ojos como platos de Marco Antonio (vea usted la hermosa pintura de Jacob Joraens de 1653). Sin duda, uno de los banquetes más fastuosos y, claro, la copa más cara de la historia.

Apenas iniciamos esta estampa, un díptico sobre la bella, la mítica, la única Cleopatra de Egipto. Pero ¿era tan bella como la imaginamos, o era su poder de seducción, o su inteligenc­ia, o su poder político y económico lo que seducía a los mismísimos emperadore­s romanos? ¿De existir hoy una figura femenina parecida físicament­e a la gran Cleopatra, caeríamos rendidos bajo su hálito embriagado­r y le imploraría­mos que se casara con nosotros, conmigo, y ser felices para el resto de la eternidad?

Ningún mito femenino continúa tan vivo como éste, luego de 20 siglos de historia. Me ha nacido por estos días una fijación patológica por Cleopatra de Egipto. Me entrego a ver sus representa­ciones en el celuloide. A la gran Cleopatra la han representa­do la bella por siempre Elizabeth Taylor, Theda Bara, Vivien Leeigh, Claudette Colbert y claro, cómo no, en un tiempo reciente, al parecer hace un lustro, la musa de todo mundo, Monica Bellucci. Esta Bellucci, seamos francos, es del tipo de todos los varones. Contra ella no hay defensa alguna. Si ella me dice ven, yo lo dejo todo, como en aquel viejo verso de Gustavo Adolfo Bécquer…

Pero, ¿cómo era realmente Cleopatra? ¿Tenía papada? ¿Y su mítica nariz? ¿Cuantas representa­ciones fieles hay que datan exactament­e de su tiempo? Al parecer, bonita no era…

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JESÚS R. CEDILLO

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