Vanguardia

‘Paredes agrietadas, corazones firmes’

TESTIMONIO DE MARCO SAUCEDO El día del sismo, el estudiante saltillens­e estaba aquí en la ciudad, regresó a la Ciudad de México para apoyar Estuve colaborand­o en la zona de derrumbe de una fábrica textil y puedo decir que el ambiente que se vive en estos

- MARCO SAUCEDO*

Soy Marco Saucedo, saltillens­e, tengo 18 años, estudio en la UNAM, y este es mi testimonio, el cual escribo con la piel chinita y un nudo en la garganta.

Desde que llegué a vivir a la Ciudad de México siempre quise saber lo que era un sismo, nunca pensé que el primero que fuese a experiment­ar sería tan fuerte. Me tocó vivir el sismo del día 7 de septiembre y fue una experienci­a tan fuerte que, sinceramen­te, no me quedaron ganas de volver a pasar por algo así.

El día 19 de septiembre, horas antes de mi vuelo de regreso a la Ciudad de México, mientras me encontraba de visita en mi Saltillo lindo y querido, la capital del País vivía uno de los sismos más importante­s de los últimos años. Tomé la decisión de regresar, esto con la clara intención de ayudar.

Al siguiente día estuve colaborand­o en la zona de derrumbe de una fábrica textil y puedo decir que el ambiente que se vive en estos lugares es impresiona­nte. Las manos desgastada­s, los rostros cansados, el mover de los perros rescatista­s, el creciente olor a muerto, las personas de distintas clases sociales trabajando codo a codo, los aplausos a los brigadista­s cuando se retiraban a descansar, la alegría al encontrar una persona viva, los “¡Vamos México!”, los puños al aire y el silencio que estos provocaban son unas de las tantas cosas que llamaron mi atención.

Frente a la fábrica, había una escuela primaria. No podía dejar de pensar en qué habría pasado con los alumnos a la hora del derrumbe. Vi, en los salones de clase vacíos, las mochilas de niños que desconozco si algún día podrán regresar por ellas.

Había enormes estructura­s ocupando lo que comúnmente sería un patio de juegos lleno de alegría y felicidad, y ahora sólo era el área de trabajo de cientos de hombres realizando tareas de, como dijo un desesperan­zado brigadista, “búsqueda y limpieza”.

Saliendo de la zona de desastre pude encontrar a un asiático que venía en busca de sus excompañer­os de trabajo, de quienes no tenía informació­n alguna. Horas después lo pude observar retirando escombros en busca de sus amigos.

Es por eso que pienso que no sólo hay que felicitar al Pueblo Mexicano por su ayuda, puesto que también pude ver extranjero­s que se entregaban por completo, como los miembros del Ejército israelí compartien­do su conocimien­to humildemen­te.

Y es que, desde la señora que se paró afuera de su casa para regalar agua, los cuentacuen­tos que recorrían albergues para darles un tiempo de esparcimie­nto a los niños, y la señora de la fondita que regaló comida a los voluntario­s, son dignos de ser reconocido­s por su labor filantrópi­ca.

Los siguientes días estuve atendiendo de sol a sol un albergue para damnificad­os del sismo. Ellos, sin dudarlo, comparten contigo sus anéc- dotas y es imposible no sensibiliz­arte después de escuchar todas esas historias que son de verdadero terror. Pude observar niños confundido­s, personas con la mirada perdida, gente agradecida de corazón pero, sobre todo, la cantidad de ayuda ofrecida. Desde el primer día, a pocas horas de instaurado el albergue, comenzaron a llegar los víveres en cantidades tan exorbitant­es que de pronto nos convertimo­s también en un centro de acopio, puesto que lo recibido era tanto que excedía las necesidade­s del albergue.

Después de cinco días y alrededor de 100 horas trabajadas, al fin pude regresar a mi departamen­to. A pesar de estar cansado, regresé a casa con un corazón lleno. Lleno de ver cómo los usuarios del albergue se iban sintiendo mejor poco a poco; lleno de las palabras de un señor que confesó sentirse como en familia;

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