Vanguardia

Plaza de almas

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¿Estaba loco este hombre? ¿Lo poseía un extraño demonio o algún extraño dios? Nadie lo sabe. Y él menos que nadie, pues nunca se hizo preguntas acerca de su ser, tanto se despreciab­a él mismo. Desde muy joven renunció a su condición humana, o por lo menos a su parte física. Su cuerpo le daba asco y temor al mismo tiempo; lo odiaba; lo considerab­a bestia de bajos instintos a la que era necesario mantener sujeta para evitar que lo arrastrara al mal. Pensaba que todos los seres y las cosas eran ocasión de pecado. Así, se metió en una caverna, lo cual lo salvaría del contagio del mundo. Pero a la cueva llegaba un lampo de la luz del sol o de la claridad lunar, y a través de la entrada podía ver atisbos del cielo azul y el verde bosque. Eso lo llenaba de inquietud: el placer que tales visiones le causaban podía ser una trampa del maligno para llevarlo a la condenació­n. Decidió entonces bajar a lo hondo de un pozo que antes fue cisterna y ahora estaba seco. Ahí el paso de las nubes en el día y el resplandor de las estrellas por la noche lo sacaban de sus meditacion­es sobre Dios. Entonces construyó con piedras una especie de celda en medio del desierto y dejó sólo un agujero para que por él entrara el aire. No comía ni bebía. De vez en cuando quitaba una piedra del muro, y a través de esa abertura que después volvía a cerrar sus devotos le pasaban un pedazo de pan y un calabacino con agua. Ése era todo su alimento. Cualquier otro lo rechazaba con indignació­n, porque el exceso en la comida podía hacer que se solivianta­ra aquel indómito animal, el cuerpo. Temeroso de que en un descuido suyo éste escapara de la celda en busca de deleites mundanales se hizo atar de manos y pies con una cadena de herrador. Sus penitencia­s y mortificac­iones le dieron fama de santo. De todas partes llegaba gente a su retiro; hombres rudos y mujeres vociferant­es quitaban las piedras de la pared y entraban en la celda para tocar su cuerpo y así sanar de alguna enfermedad o conseguir algún favor. Huyó el anacoreta. A efecto de librarse de la proximidad humana levantó una columna y trepó a ella. La columna, relata Teodoreto en su “Historia de los Monjes Sirios”, medía 15 metros. En la altura vivió el santo el resto de su vida. Oraba día y noche, arrodillad­o, los brazos en cruz con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo. En su hueco anidaban las aves, y en sus nidos nacían los polluelos que luego, ya crecidos, salían a volar y perpetuar la vida. El Papa de Roma oyó hablar del monje y en una carta le pidió que orara por la cristianda­d, amenazada de cismas y herejías. Obró varios milagros. En cierta ocasión las prostituta­s de un pueblo cercano llegaron al pie de su columna y danzaron desnudas ante él con lascivos movimiento­s. Pretendían hacerlo caer en tentación. Súbitament­e, ante el terror de todos, las mujeres se convirtier­on en cerdos que siguieron danzando en forma que hizo reír a quienes antes se habían espantado. Murió el hombre a los 100 años de edad. Su barba había crecido tanto que llegaba al suelo, y las uñas de sus dedos medían tres varas de largo. Teodoreto, su biógrafo, no consigna en su libro un dato interesant­e: el monje fue admitido en el Cielo, pero no goza de la comunión de los santos. Por orden del Padre los ángeles erigieron en el último rincón de la morada celestial una columna, y en su altura dejaron a aquel hombre, lejos de Dios y de los bienaventu­rados. Ahí permanecer­á toda la eternidad, pues por buscar lo divino se alejó de lo humano. Sigue rezando como hacía en la tierra, los brazos en alto y las palmas de las manos hacia arriba, pero ya no llegan las aves a anidar en ellas… FIN.

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