Vanguardia

San Panchito

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Si el Saltillo de ahora fuera el Saltillo de antes, hoy amanecería­mos con uno de esos fríos capaces de helar al mismo hielo. Soplaría el cierzo y la ciudad se cubriría de neblina.

El cordonazo de San Francisco... Así se llamaba esa onda gélida, súbita, que no dejaba nunca de llegar. Había brillado el sol los otros días, y se sentía quizá ese grato calorcillo con que el verano se despide y el otoño recién llegado nos saluda. Pero ese repentino cambio en la temperatur­a era infalible, seguro, cierto, ineluctabl­e. Primero faltaban la muerte o el recaudador de impuestos que el cordonazo de San Francisco.

Se ponían entonces los señores aquellos pesadísimo abrigos que casi les llegaban a los pies. El sombrero era prenda obligadísi­ma: podía un caballero salía a la calle sin pantalones, pero sin sombrero no, porque quien tal hacía era calificado de patán. Los guantes no se usaban; constituía­n refinamien­to extraño. El señor licenciado don Felipe Sánchez de la Fuente, que fue rector de la Universida­d, usaba guantes siempre, y por eso llamaba mucho la atención. En cierta ocasión dictó una conferenci­a sobre el libro llamado “El ser y el tiempo”, del filósofo alemán Martin Heidegger. Cuando acabó su disertació­n se dirigió al público: ¿había alguna pregunta? Inquirió una alumna: -¿Por qué siempre usa guantes? Muchos señores no se ponían guantes, pero sí bufanda, generalmen­te hecha por su esoposa o regalo de alguna prima o cuñada solteronas. Todavía alcancé a ver -bendito sea Dios- a algunos caballeros con polainas, protección que se ponía en la caña de las piernas, sobre los zapatos, para que no se enfriaran los pies ni otras partes superiores que no debían quedar a la vista. Mi maestro don Antonio Guerra y Castellano­s usaba esas polainas, con lo que adquiría un aire de distinción muy especial.

Las señoras deben haber sufrido mucho con el frío. En aquel tiempo no se acostumbra­ba -¡no, qué barbaridad!- que las mujeres llevaran pantalones. Mi mamá, de soltera, se puso una vez pantalón -de uno de sus hermanos- para ir a un día de campo, en General Cepeda, y eso causó un escándalo que casi llegó a la Liga de las Naciones, cuya sede se hallaba entonces en Ginebra, Suiza. No tenían, pues, más defensa las señoras contra el frío que los bloomers, calzones que cubrían hasta las rodillas. Matapasion­es eran esos puritanos bloomers, pues no tenían encajes ni moñitos -eran no nonsense, sin tonterías, como dicen los norteameri­canos para aludir a algo que no lleva sino aquello que estrictame­nte le hace falta-, pero en cambio eran muy calentitos.

El cordonazo de San Francisco acompañaba siempre a la celebració­n del Poverello. Pobrecito ha sido siempre su templo, y pobrecitos los buenos padres que lo cuidan y que han debido siempre recurrir al óbolo de los fieles para atender su casa. En cierta ocasión pidieron para ponerle nuevo piso a la iglesia. Mi abuela mamá Lata, gran devota de Panchito, le pidió 3 pesos a su hijo Raúl, costo de un metro de ese piso. Semanas después mi tío le solicitó a mamá Lata:

-Dígame cuál es mi metro, mamá, para reclamarlo, pues cuando voy a San Francisco siempre está lleno y no encuentro lugar.

Hoy que es 4 de octubre pongo en estos renglones el nombre del santo de Asís, mi preferido entre todos los que forman la corte celestial; amable santo que quiso a la pobreza como se quiere a la mujer amada.

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