Vanguardia

Puerto Rico, preciosa isla

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En cierto hospital se cometió un tremendo error: el cirujano, en vez de hacerle la vasectomía a un paciente, le hizo una operación de cambio de sexo. “¡Cielo santo! —exclamó desolado el infeliz cuando se enteró del desastrado suceso—. ¡Jamás volveré a tener otra erección!”. “Podrá tener todas las que quiera —lo consoló el facultativ­o—. Pero no serán suyas”… Una reciente viuda le relató a su amiga la forma en que su esposo había pasado a mejor vida: “Estaba recogiendo los tomates que cultivaba en el jardín. Repentinam­ente sufrió un síncope cardíaco y se desplomó sin vida”. “¡Qué barbaridad! —se consternó la amiga—. Y tú ¿qué hiciste?”. Respondió la señora: “Usé puré”… En aquella lejana hacienda no había mujeres. Los rudos pastores que cuidaban los rebaños pusieron un letrero: “Hacienda Laramie, donde los hombres son hombres y las ovejas siempre están nerviosas”… Un tipo le contó a otro: “Fui a consultar a una adivina, pero antes de hacerle la consulta me regresé a mi casa”. “¿Por qué?” –preguntó el otro-. Explicó el tipo: “Llamé a su puerta, y desde adentro preguntó: ‘¿Quién es?’”… Los empleados de la oficina observaron que su jefe salía todas las mañanas a las 10 en punto, y regresaba con puntualida­d de tren inglés cuando las agujas del reloj marcaban las 12 del mediodía. Así pues holgazanea­ban esas dos horas, y aun había quienes se iban a la cafetería de la esquina a tomarse un cafecito o disfrutar un piscolabis. (Caón, la última vez que se usó en un periódico la palabra “piscolabis” fue en 1927). Uno de los empleados decidió ir a su casa. Al entrar oyó acezos y jadeos que provenían de la alcoba. Fue hacia ahí; abrió con cuidado la puerta y lo que vio lo dejó atónito: el jefe se estaba refociland­o con su su esposa. Sin hacer ruido volvió a cerrar la puerta; con pasos tácitos salió de la casa y regresó presuroso a la oficina. Al día siguiente sus compañeros lo invitaron: “Ven, vamos al café de la esquina”. “Oh no — se asustó el empleado—. Jamás volveré a salirme. Ayer por poco me pesca el jefe”…amo a Puerto Rico, entre otras muchas razones porque ahí nació Rafael Hernández, uno de los más grandes compositor­es de boleros que en el mundo han sido. ¡Con qué amor, con qué ternura —y también con qué honda tristeza— el Jibarito le cantó a su patria! Ahora la bella isla, “la que al cantar el gran Gautier llamó la Perla de los Mares”, sufre los efectos de un huracán devastador, y ha debido resentir también los agravios salidos de la estolidez de Trump, de su insolente patanería y su insensibil­idad. (¿Cuál es la diferencia entre una batería de automóvil y Trump? La batería tiene un lado positivo). La tardía visita que el torpe magnate hizo a ése territorio americano no bastó en forma alguna a atemperar el enojo que causó con sus torpes declaracio­nes sobre Puerto Rico y los puertorriq­ueños. Por medio de estas líneas renuevo mi declaració­n de amor a la preciosa isla; le deseo los dones de la esperanza y de la fe y le digo con su inmortal cantor: “Yo Vivo Enamorado de Ti”… Un sujeto llamado Pitoncio se jactaba de sus medidas de varón. Sentía orgullo de que a causa de esa demasía le apodaban El Pichón, nombre que nada tenía que ver con cuestiones columbinas. Cierto día entró en una taberna y vio en un extremo de la barra unas muescas en la cubierta de madera. El cantinero le explicó que tales marcas correspond­ían a la medida de algunos de sus parroquian­os. Como una de las señales estaba a 6 pulgadas, otra a 8 y la tercera a 10, Pitoncio pensó que podía superarlas fácilmente, y unió la acción a la palabra. “Perdone, señor –le aclaró el de la taberna-. Los que pusieron esas marcas se midieron desde el extremo opuesto de la barra”… FIN.

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CATÓN

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