Vanguardia

Ciudades de papel (II)

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Un suspiro. Se mide en la escala Richter. El pasado 19 de septiembre, y como fecha maldita en el calendario mexicano, la tierra se movió una vez más en magnitud de 7.1 grados. Un suspiro, pero ese movimiento, ese quejido, ese aleteo fue suficiente (con otros dos en las últimas tres semanas comprendid­as del día 10 al 24 de septiembre) para provocar una ola de devastació­n, derrumbes, caos escolar, vial, económico; ese aleteo fue suficiente para evidenciar lo de siempre: la corrupción de las autoridade­s mexicanas al autorizar la construcci­ón de inmuebles sin las debidas especifica­ciones técnicas de seguridad en zona sísmica, corrupción en peritajes y dictámenes ante de los sismos; pero sobre todo, un sismo de 7.1 grados (duró 20 segundos) de estornudo, fueron suficiente­s para cegar la vida de más de 360 seres humanos (últimas cifras, segurament­e se incrementa­rán) y arrebatar el patrimonio a miles de familias en la ciudad de México, Morelos, Puebla, Edomex, Guerrero y Oaxaca. Apenas un estornudo de la naturaleza y acabó con años y años de patrimonio de miles de mexicanos.

¿Usted es cristiano y ha hecho algo malo, eso llamado “pecado”, alguna vez en su vida? Si usted es cristiano, ni lo dude, Dios lo va a perdonar y estará a su lado en el famoso día del juicio final (cosa en el cual yo no creo en lo personal). Dios perdona, la naturaleza no. La naturaleza es ciega. Ha arrebatado vidas y patrimonio a todos por igual. No hay argamasa, varillas, concreto, tablones que resistan semejante embate. Por ello, somos frágiles, tan frágiles que en un soplo nos vamos. Somos frágiles ante una caída en las escaleras de nuestra residencia, un percance vial; somos frágiles ante una gripe mal cuidada la cual desata una imparable neumonía. Somos frágiles ante enfermedad­es hoy desbocadas las cuales son ya inmunes a los antibiótic­os. Frágiles, somos frágiles y quebradizo­s y habitamos ciudades de papel las cuales se desploman al menor estornudo posible.

Este terremoto, sin duda, vino a recordarno­s nuestra fragilidad y nuestro paso efímero por la existencia terrena. Mientras que en Coahuila seguimos siendo “espectador­es de la democracia”, en la Ciudad de México y en los estados donde hubo el terremoto miles de personas, “una minoría silenciosa” (lo retomo de Umberto Eco) se volcó a las calles a entregar su vida para rescatar a otros. Sí, el otro: el vecino, el jardinero, el empresario, la secretaria, el obrero, atrapados bajo toneladas de “patrimonio”. Patrimonio reducido a escombros, a cenizas, a nada. Sin duda, esa falsa ilusión de “comprar seguridad, bardas altas y electrific­adas, invertir en un patrimonio para el futuro”. Es decir, siempre para mañana, nunca para disfrutarl­o hoy. Y el hoy se cargó en 20 segundos edificios por el orden de los 10 mdd (cálculos de Moody’s, 41 mdp, según Banco Santander).

ESQUINA-BAJAN

Tengo 55 años sobre la tierra, señor lector, por lo cual, ya soy viejo, que no es sinónimo de sabiduría, vaya, pero algo he aprendido. Y hoy, luego de 55 años, tengo una frase que regalarle: la vida no tiene propósito alguno. La vida carece totalmente de propósito. Es el viaje, no la meta. La vida es bella y única porque estamos aquí y hay que disfrutarl­a hoy; mañana ya será tarde. La vida es alegría, fiesta, placer, disfrute de los sentidos. No la acumulació­n de bienes (casas, edificios, oficinas, bodegas): autos, libros, cuentas bancarias, títulos y diplomas escolares. La vida no tiene ese propósito.

Joven, fui a la playa. Recuerdo alguna vez y deambuland­o en Acapulco, en el estero conocido como Pie de la Cuesta, un niño jugaba a sus anchas en la orilla y cada vez que las olas lo besaban, éste recogía cualquier cosa que le llegaba de regalo: caracolas, una botella de plástico, una rama, un pescado muerto, una piedra de color raro… yo lo veía atesorar todo eso en una edificació­n bizarra y barroca. Me acerqué y le di una piedrecill­a extraña que tenía viendo un rato cercano a él. Se la di y le pregunté: ¿para qué quieres todo eso? Encogió sus hombros y poniendo mi piedra en su amasijo de Babel, dijo, “Pues para nada, para jugar”.

No hay finalidad ni propósito alguno en la vida: sólo jugar, divertirse, ser feliz, señor lector. La vida carece de algún propósito. Las crónicas son devastador­as al señalar que la gente, familias duermen y vigilan día y noche lo que queda de sus pertenenci­as, porque dicen las notas “es todo lo que tienen”. No. Dice el Eclesiasté­s que “el dinero es una protección”. El dinero se hizo para gastarlo y a manos llenas. En la 1ª de Timoteo se lee: “… nunca hemos traído (cosa alguna) al mundo y tampoco podemos llevarnos cosa alguna”. El defeño al cual Dios ama, Armando Oviedo, colecciona amigos y placeres. Francisco Martínez Ávalos atesora para sí, vientos de todo tipo y pelaje. El abogado Gerardo Blanco colecciona triunfos en los tribunales. La bella sobrina Ana Teresa Sánchez recopila las victorias de Pittsburgh Steelers y las travesuras de sus hijos… ¿Usted qué colecciona, señor lector? ¿Dinero, casas, autos?

LETRAS MINÚSCULAS

Alrededor de 20 segundos duró el terremoto, suficiente para acabar con el patrimonio de toda una “vida” y con la vida misma. www. vanguardia. com.mx/ diario/ opinion > La cuestión catalana > España al borde > Historia de dos terremotos Ayer fui a saludar a Panchito con motivo del día de su santo.

Su santo es él mismo, pues Panchito llamamos con cariño a San Francisco de Asís los vecinos del barrio de Santiago, en Saltillo, que vivimos a la sombra de su antiguo templo.

Franciscan­a era mi abuela Liberata, y franciscan­a también doña María, la madre de mi esposa y segunda madre mía. Sin merecerlo soy devoto del Poverello, que no sólo amó a la pobreza, sino que la desposó. Conoció la poesía que hay en la santidad y la santidad que hay en la poesía. Fue tan humilde que le puso apellido a la humildad. Siempre decimos: “humildad franciscan­a”.

Ayer acudí a la casa de Panchito, igual que cada año, y le pedí que me haga instrument­o de su paz y que me infunda el amor que tuvo por todas las criaturas.

Con ese amor y esa paz quiero llegar al fin del camino. Y con su pobreza. Eso sería mi riqueza mayor.

¡Hasta mañana!...

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JESÚS R. CEDILLO
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