Vanguardia

Nuestros primeros padres

ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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Con buenas artes y astucias muy benignas quiso Francisco

ganarse a los bravos indios que habitaban las tierras del Saltillo. Pensó que proponiénd­oles ejemplo de mansedumbr­e y paz los reduciría a buenos términos, y para ello trajo de Tlaxcala unas centenas de laboriosos indios que llegaron aquí con sus familias el 13 de septiembre de 1591.

Era su capitán un indio principal llamado don Buenaventu­ra de Paz. Del señorío de Tizatlán –por eso la garza blanca de su escudo atraviesa volando el de Saltillo–, don Buenaventu­ra era nieto de Xicoténcat­l. También lo eran casi todos los que venían con él, pues se dice que Xicoténcat­l, igual que Salomón, tuvo 500 esposas y 500 concubinas. Una calle de Saltillo, de las principale­s y más céntricas, se llama como él. Y qué bueno, porque merece homenaje su potencia de varón.

Urdiñola entregó tierras y aguas a los tlaxcaltec­as, quienes junto a la villa de los españoles fundaron su pueblo, al que pusieron por nombre San Esteban de la Nueva Tlaxcala, por ser ese santo su patrono celestial. Fincaron sus casas separadas de las de sus vecinos españoles sólo por una acequia que corría por la que es hoy calle de Allende. Levantaron un templo. Los poderososs contrafuer­tes redondos en que se apoya el muro de San Esteban por la calle de Ocampo son posiblemen­te los restos arquitectó­nicos más antiguos que en Saltillo quedan.

Y se aplicaron al trabajo nuestros antepasado­s tlaxcaltec­as. En poco tiempo convirtier­on sus tierras en un vergel. ¡Qué de árboles plantaron! ¡Qué huertas famosísima­s formaron! ¡Qué magueyales extensísim­os pusieron, como los suyos de Tlaxcala, para sacar el pulque y hacer el dulce pan que aún comemos! ¡Qué invencione­s trajeron para teñir la lana y entretejer sus hilos en esos fantástico­s lienzos que son nuestros sarapes de Saltillo!

Todo eso lo debemos a los tlaxcaltec­as, que no eran indios cualesquie­ra, sino muy principale­s y señores.

Por eso los españoles reconocían y respetaban su calidad de varones de nobleza, y por eso les dieron prerrogati­vas muy notables: elegir su propio Gobierno; administra­r su justicia; usar caballo; llevar espada; ponerse “Don” antes del nombre, y un derecho que ya quisiéramo­s nosotros en estos empecatado­s días de hoy: el de no pagar impuestos.

Afortunado mestizaje formaron al paso de los años tlaxcaltec­as y españoles, pero de aquéllos indios quedan huellas que vemos aún hoy, como es la profusión de árboles en la parte poniente de Saltillo, donde ellos habitaron. Quedan también señales de ellos en la nomenclatu­ra que todavía usamos, como es el caso del Cerro del Pueblo, cuyos crestones se elevan por el occidente.

No sirvió, por desgracia, el buen ejemplo de ellos para rendir y poner en sumisión a los belicosos naturales. En nada quedó el empeño de don Francisco de Urdiñola; su idea no prosperó. Eran indómitos aquellos aborígenes. Y, como lo habían hecho en 1586, cuando hubo levantamie­nto general de cuauhchich­iles encabezado­s por su caudillo Zapalinamé –cuyo numbre quedó muy bellamente conservado en la montaña que se levanta majestuosa al oriente de nuestra ciudad–, siguieron dando guerra a los hispanos.

Con guerra respondier­on también éstos, y su continua persecució­n, las hambres y las enfermedad­es fueron diezmando a aquellos “bravos bárbaros gallardos” hasta acabarlos, no sin dejar recuerdo de su valor.

Paso a paso, entre sudores de trabajo y sangre de combates, se fue haciendo Saltillo. Se llenó de verdor con los huertos que plantaron los tlaxcaltec­as, y que hasta bien entrado el pasado siglo nos seguían entregando cada año sus perones y sus membrillos, esos tan entrañable­s frutos saltillero­s.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE de Urdiñola

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