Vanguardia

Un loco en Japón, otro en Estados Unidos

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Estuve en Las Vegas la semana pasada. Generalmen­te me resisto a los adjetivos, pero la escena entre el hotel Mandalay Bay y el área de conciertos al otro lado del Boulevard Las Vegas en el corazón de la zona turística de la ciudad merece un calificati­vo ineludible: aterradora. Las dos ventanas rotas en lo alto de la fachada dorada del hotel revelan la magnitud de la locura de Stephen Paddock, el francotira­dor que, armado con una veintena de rifles de asalto convertido­s a automático­s, mirillas telescópic­as, tripiés, balas que se iluminan al vuelo para facilitar la precisión del disparo y una serie de cámaras para garantizar­se el mayor tiempo homicida posible, acabó con la vida de casi 60 personas hace una semana. Sólo la distancia entre la habitación de Paddock y la zona del concierto de música

es suficiente como para congelar la sangre del más ecuánime: 400 metros exactos, casi medio kilómetro por encima de una enorme avenida con camellón. Los sobrevivie­ntes con los que pude hablar describían escenas dantescas: 20 mil personas corriendo despavorid­as, tropezando sobre los heridos, muchos destrozado­s por balas capaces de atravesar dos cuerpos con toda facilidad. Esto, por supuesto, no es la cumbre de la crueldad salvaje en la historia reciente de los tiroteos en Estados Unidos: nada se compara a los que hizo Adam Lanza, con el mismo tipo de armas y de balas, contra 20 niños indefensos hace cinco años en Connecticu­t. En cualquier caso, lo de Stephen Paddock es la maldad en su expresión más cobarde, cruel y clara.

De ahí que sea tan irritante tener que aguantar las sandeces de quienes, aún después de semejante barbaridad, insisten en cuestionar la necesidad imperiosa que hay en Estados Unidos por legislar un control de armas muchísimo más estricto. En los días posteriore­s a la matanza he tenido que lidiar con un número considerab­le de tercos que insisten en aquella tontería de que son las personas, no las armas, las que matan a la gente. Para rebatirles, propuse el siguiente experiment­o.

Imaginemos dos personas mentalment­e enfermas que pierden el juicio y deciden vengarse de la sociedad, una vive en Japón y otra vive en Estados Unidos. Recuerde: las dos personas tienen la misma intención de lastimar al prójimo y están, digamos, igualmente locos. ¿Cuál de los dos cree usted que conseguirá infligir un daño mayor?

En Japón, casi todas las armas están absolutame­nte prohibidas. Sólo los rifles de aire y las escopetas están permitidas y conseguirl­as en alguna de las poquísimas tiendas especializ­adas que hay requiere de un proceso largo que incluye un riguroso examen de salud mental en un hospital, un curso de un día entero y un examen de tiro en un campo especializ­ado. Si logra conseguir una de esas dos armas, la persona tiene que informar a las autoridade­s del lugar donde piensa guardarla en casa. También deberá garantizar y demostrar que las municiones están guardadas por separado. La policía revisa el arma una vez al año. Por cierto, si quiere comprar cartuchos para su rifle o su escopeta, deberá entregar en la tienda los cartuchos usados.

El control, pues, es absoluto. Por eso, quizá, el número de muertos por arma de fuego en Japón en el 2014 fue de…seis personas.

Ahora vayamos a Estados Unidos. Conseguir un arma aquí es un asunto sencillo.

La variedad de armas a la venta incluye pistolas de todo tipo, rifles, escopetas y, crucialmen­te, armas de asalto semiautomá­ticas que, con recursos, creativida­d y paciencia, como los que tenía Paddock en abundancia, pueden convertirs­e en automática­s. Si uno quiere comprar algo en una de las más de 60 mil tiendas que hay acá, sólo tiene que pasar un examen escrito muy sencillo (lo digo por experienci­a: yo lo pasé al primer intento sin saber nada de armas para un reportaje que publiqué sobre el tema para Letras Libres). Luego deberá superar una revisión básica del historial personal. Si la compra es entre particular­es, el asunto es más simple todavía.

En algunos estados de Estados Unidos toma más tiempo divorciars­e o conseguir un pasaporte que comprar un arma de fuego. Hay un límite mayor al número de ciertas medicinas para curar la gripa que al número de armas que uno puede tener. Uno tiene que superar más trámites para sacar una licencia de manejo que para comprar un arma.

Quizá por eso, en el 2014, en Estados Unidos hubo 33 mil 599 muertes por arma de fuego.

Recapitule­mos. En Japón, donde es prácticame­nte imposible comprar armas hubo seis muertes por arma de fuego en un año. En Estados Unidos, donde es muy sencillo, más de 33 mil.

Volvamos, pues, a nuestra pregunta incómoda: ¿cuál de los locos con tendencia homicida cree usted que termine haciendo más daño, el que vive en Japón o el que vive en Estados Unidos?

La obsesión demente por las armas está amparada por la Segunda Enmienda de la Constituci­ón estadounid­ense, escrita hace 240 años pensando en la protección de un país joven y frágil amenazado por actores mejor armados, más ricos y mucho más poderosos. Hoy, la ley que ampara la compra y tenencia de armas en Estados Unidos no tiene otra razón de existir más que darle a gente como Stpehen Paddock la oportunida­d de cazar seres humanos. Que Estados Unidos no quiera remediarlo revela su cara más oscura y es indigno ya no sólo de este país, sino de la etapa civilizato­ria por la que atraviesa la humanidad.

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