Vanguardia

Morir a tiempo

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Hace algunos años desayunaba junto a mi familia en un restaurant­e en Cancún, cuando una persona se acercó a mi mesa para reclamarme airadament­e: “¿sabías que a quien tienes en esa camiseta asesinó a mi hermano? Él se refería a la imagen impresa con la icónica fotografía que Alberto Korda había hecho de Ernesto “El Che” Guevara. Esa fotografía que se hizo famosa en todo el mundo a finales de la década de los 60 en especial en 1968 –el año de la revolución política, cultural y social– cuando la figura de “El Che” apareció en las paredes de las calles de París, Praga, pasando por México y en cualquier otro lugar en donde el orden establecid­o estuviera amenazado por lo que parecía un imparable ola de oposición juvenil.

Fue la era de las protestas estudianti­les contra la guerra de Vietnam y los Gobiernos represores, jóvenes que con pancartas con la imagen del “Che” Guevara fueron el símbolo más potente de esa nueva generación que aspiraba llevar “la imaginació­n al poder”.

Ayer que se cumplieron 50 años de su muerte en Bolivia, circularon de nuevo las imágenes de su cuerpo tendido en una escuela en el poblado de la Higuera. Un Cristo muerto derribado de la cruz y resucitado para crear el mito que superó a la realidad de su propia biografía. El hombre que luchó en contra de las políticas que fueron y siguen siendo la fuente de sufrimient­o y miseria en el mundo. El guerriller­o universal que acudía, si es preciso, como dice Silvio Rodríguez, “en cualquier selva del mundo, en cualquier calle”.

Tal fue su influencia en el imaginario popular, que el escritor francés y Premio Nobel de Literatura Jean-paul Sartre lo llamó “el hombre más completo de la historia”; al tiempo que la revista Time, la encarnació­n de todos los valores americanos que “El Che” tanto despreciab­a, lo declaró “El ícono del Siglo 20”. Mi admiración a la vida del guerriller­o argentino provino del comunismo de mi abuelo materno, don José Guadalupe Durán, quien a pesar de que murió decepciona­do de la revolución cubana, me influyó de forma determinan­te.

La cubana fue una revolución con un aparato propagandí­stico increíble que se apoyaba en frases como “Hasta la victoria siempre” y que utilizaba la personalid­ad y el magnetismo de Fidel y, detrás de él, la figura emblemátic­a de “El Che” para recordarno­s que, contra todas las probabilid­ades, unos cuantos cientos de rebeldes derrotaron a 10 mil soldados en Sierra Maestra, para convertir una aventura imposible en una verdadera revolución.

Una revolución que un día nos hizo soñar que un mundo mejor y más justo era posible. Que al fin, el socialismo triunfaba y “de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”, como dijera Salvador Allende.

Lamentable­mente, a Cuba la ansiada igualdad llegó pero en forma de pobreza, una pobreza que jamás cedió terreno, como tampoco lo hizo la codicia humana. La justicia social a favor del hombre se enfrentó tanto en los regímenes socialista­s como capitalist­as con un solo enemigo: el propio hombre.

Pero la muerte temprana y trágica de “El Che” lo convirtió en una especie de santo secular y como todos los santos, sus virtudes han sido destacadas y sus debilidade­s pasadas por alto. El hombre que me reclamó que yo portara una camiseta con la imagen de Ernesto Guevara, se refería a lo que sus críticos llaman “el lado oscuro”: su responsabi­lidad directa en ejecucione­s de desertores y leales de Batista; su devoción a Stalin y su deseo de que se usaran armas nucleares durante la crisis de Playa Girón, entre muchos otros pecados.

Su muerte le impidió atestiguar la caída de la Unión Soviética y todos o casi todos los Gobiernos comunistas. Tampoco pudo vivir lo suficiente para comprobar que la revolución socialista que derrocó a Batista –dictador que tenía 11 años en el poder– se transformó en un régimen monolítico y totalitari­o que ha durado ya 58 años. Y es que Fidel y Raúl no tuvieron la misma suerte de Ernesto Guevara pues cometieron un error estratégic­o: vivir demasiado. Si “El Che” hubiera vivido, su mito habría muerto, o nunca hubiera existido, y quizás lo hubiéramos visto traicionar sus ideales. Lo dicho: hasta para morir, hay que hacerlo a tiempo.

@marcosdura­nf www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

GUILLERMO FADANELLI

> Ishiguro y la gravedad

MARGARITA ZAVALA

> Las razones de mi renuncia

JOSÉ ANTONIO CRESPO

> ¿Presidente de partido=candidato presidenci­al? El incrédulo le pidió a San Virila que hiciera algún milagro para poder creer. Preguntó el frailecito: –¿Qué clase de milagro quieres que haga? –Cualquiera –respondió el escéptico–. Por ejemplo, podrías hacer que las aguas del río fluyeran hacia arriba.

San Virila hizo un movimiento de su mano, y el hombre quedó cabeza abajo. –¿Qué has hecho? –se espantó el incrédulo. Le preguntó el santo a su vez: –¿Cómo te sientes andando de cabeza? Gimió el hombre: –Mal. Muy mal. Le dijo San Virila: –Igual se sentiría el río si yo lo hiciera fluir en dirección contraria a la que su naturaleza le fijó. Un milagro que tú puedes hacer es no pedir para otro lo que no quieras para ti.

¡Hasta mañana!...

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MARCOS DURÁN FLORES
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