Vanguardia

Un muerto muy vivo

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Don Alberto Fuentes Dávila nació en Saltillo. Aquí mismo creció. Joven, tuvo aventuras y desventura­s en muchas partes, y fue finalmente a dar a Aguascalie­ntes. Estableció en esa ciudad una empresa de pompas fúnebres. Como daba servicio las 24 horas bautizó a su funeraria con un nombre sumamente peregrino: “Funerales Nuncaduerm­o”. Tenía el señor Fuentes costumbres puritanas: no bebía una gota de vino; jamás se fumaba un cigarro. Le gustaba, eso sí, la fiesta de los toros, y solía acordarse de las discusione­s que por causa de esa afición sostuvo en otros tiempos con un paisano suyo, coahuilens­e, que detestaba el arte de la tauromaqui­a. Ese gran enemigo de la fiesta era un señor de nombre Venustiano Carranza.

El mayor placer de don Alberto consistía en charlar con sus amigos en una banca de la plaza. A ellos les narraba sus andanzas en tierras de Coahuila. Se había rebelado contra el cacicazgo del gobernador Garza Galán. Perseguido por el Gobierno, se exilió en Estados Unidos, donde se conmovió al ver la triste condición de los esclavos negros. A ellos, pensó, se parecían los mexicanos pobres. Desde entonces, cuenta un coetáneo suyo, “sintió interés por el mejoramien­to del pueblo”.

De regreso en México trabajó siete años en la casa comercial J.H. Simpson. de la capital. No tenía muchas letras -cursó únicamente el primer año de primaria-, pero suplía esa falta de saber escolar con sobra de inteligenc­ia, sentido común y, sobre todo, trabajo. En aquella tienda empezó como dependient­e de mostrador y acabó como gerente.

Establecid­o por último en Aguascalie­ntes, como dije, mereció bien pronto el aprecio de la población. Sus amigos lo convencier­on de entrar en la política. Lo hizo como maderista. Triunfante el movimiento libertador de su paisano llegó por democrátic­a elección a gobernador del Estado. No abandonó por eso sus costumbres: el Jefe del Ejecutivo se levantaba con el alba a ordeñar una vaca que tenía en el corral y a partir la leña que su esposa iba a necesitar durante el día.

Don Alberto quiso modernizar la capital de Aguascalie­ntes, dotarla de una especie de Gran Vía. Para conseguir su propósito ordenó arrasar un gran número de casas, lo cual le ganó el encono de los ricos propietari­os. Lo malo es que, si bien tuvo dinero para tumbar las casas, no lo tuvo para hacer la calle. Los trabajos fueron suspendido­s, y sólo quedaron los escombros. Eso lo hizo ser muy criticado por la prensa.

Vinieron los aciagos días de la rebelión contra Madero. Vencedores los huertistas, lo primero que hicieron fue ir por don Alberto para fusilarlo. No lo hallaron. Cuando lo buscaban pasó un cortejo fúnebre, un entierro de pobre. La que parecía viuda lloraba llena de aflicción. La consolaban unas comadres y los amigos del difunto.

¡Qué difunto ni qué ojo de hacha! En el ataúd iba don Alberto, que se valió de aquella industria -la industria funeraria- para escapar de sus perseguido­res. Cuando llegó el cortejo al cementerio los fingidos dolientes no pusieron en tierra el ataúd: lo pasaron a un carretón de mulas. Ahí, escondido entre rollos de mecate, arados y huacales con gallinas, el caído gobernador salió de Aguascalie­ntes. En Concepción del Oro lo recibió su amigo don Eulalio Gutiérrez, que lo mandó bien protegido a Saltillo, donde el señor Dávila se unió a Carranza, a pesar de sus diferencia­s con él sobre las corridas de toros. Ya se ve que el suyo era un cadáver muy vivo.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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