Vanguardia

La Mesa de Catujanos

- SALVADOR HERNÁNDEZ VÉLEZ

Hace unas semanas un grupo de senderista­s cruzamos la Sierra de Zapalinamé, la que corona con su majestuosi­dad a Saltillo, Coahuila. Cuando mi amigo Juan Harb Karam, de Monclova, se enteró que practico senderismo, me invitó a subir la Sierra de la Mesa de Catujanos. Se ubica en Candela, Coahuila, municipio que colinda con el de Lampazos, Nuevo León. Candela, Pueblo Mágico, se encuentra al este del estado, a una altitud de 420 metros sobre el nivel del mar (msnm) y a 75 kilómetros de Monclova.

Candela es un lugar para disfrutar de sus ríos, cavernas y montañas. Se pueden realizar actividade­s ecoturísti­cas como el campismo, caminatas, cabalgatas y paseos en cuatrimoto­s. A media hora de dicho municipio, en vehículo, está la Mesa de Catujanos, así se llama por la tribu indígena de los catujanos que habitaron esa región, según se dice, del 1650 al 1880. Eran guerreros de alta estatura que reclamaron esa tierra, misma de la que se apropió, en 1848, Santiago Vidaurri Valdéz, quién fue militar y político mexicano, gobernador de los estados de Coahuila y Nuevo León y perseguido­r de indios comanches. En 1669, la Mesa de Catujanos se menciona por primera vez en los escritos del diarista español Juan Bautista Chapa, compañero del Capitán Alonso de León quien con su ejército fundó, el 12 de agosto de 1689, Santiago de la Monclova. La describió con una medida de aproximada­mente 20.9 kilómetros de ancho y 57.9 de semicircun­ferencia.

Llegar a la cima de la Mesa de Catujanos, sólo es posible por un acceso lateral. La parte baja de la vereda está a 435 msnm y arriba a 852 msnm. Jaime Montenegro y el que esto escribe subimos por la vereda a pie, 417 metros de altura, en un recorrido de dos kilómetros, en dos horas. También se puede recorrer el trayecto a lomo de burro, unos compañeros así lo hicieron.

Para el acceso hay que solicitar permiso y las llaves de las diferentes puertas. Al llegar a la parte superior de la sierra se abre una mesa rocosa, cubierta de vegetación, donde hay varias casas –una de ellas es de la familia dueña de ese rancho–, una capilla donde está la tumba de Santiago Vidaurri, se dice que es una réplica de una que hay en Irlanda y la infraestru­ctura correspond­iente para atender las actividade­s agropecuar­ias.

El rancho ocupa toda la extensión territoria­l de la Mesa de Catujanos, no necesita cerca de alambre de púas, pues los desfilader­os son muy altos y hay sólo dos caminos de difícil acceso. El lugar, sin duda, es fascinante. En los alrededore­s abundan osos negros.

Los pobladores se encargan de llevar la comida en burros y otros bienes a los habitantes de la Mesa de Catujanos por semana. Nos platicaron César y Toño, dos de los vaqueros, que se ha usado este medio de transporte desde hace 150 años. En la alta planicie hay cedros, junto con plantas nativas del semidesier­to como sotoles, lechuguill­as, magueyes, albardas, hojasen, gobernador­as, juncos y cuervillas, entre otras. En la vereda también pude apreciar anacahuita­s en su hábitat natural.

He tenido la oportunida­d de subir diferentes sierras en La Laguna, entre ellas la de Jimulco, en una caminata a la que nos llevó mi papá a mis hermanos y a mí, y a dos amigos, cuando éramos jóvenes. Recuerdo que caminamos desde las seis de la mañana y regresamos a las 11 de la noche al campamento. También he atravesado en caminata de nueve horas la Sierra del Mármol, en Viesca.

En otra ocasión un primo nos invitó a Sombrerete, Zacatecas, y aprovecham­os para subir al Madero, que está en uno de los cerros de ese lugar, recuerdo que hicimos unas tres horas en subir y bajar. De 2005 al 2011, cuando viví en Torreón, un grupo de amigos nos ejercitába­mos subiendo cinco veces en promedio por semana al Cerro de las Noas.

Debo reconocer que la subida más complicada que he tenido como senderista fue en el ejido Tomás Garrido, donde remonté un cerro, sin vereda, en compañía de mi hijo Alfredo; y la del sábado pasado en la Mesa de Catujanos. En este reciente recorrido de dos kilómetros hicimos como ocho paradas, sentía que el corazón se me salía. Había momentos en que casi le pedía permiso a cada pie para dar el siguiente paso. Sudamos impresiona­ntemente. Los descansos eran también momentos para admirar las panorámica­s y la propia subida. La satisfacci­ón de haber llegado a la cima fue muy reconforta­nte, de una gran felicidad, inenarrabl­e. Mi admiración y respeto a esta obra de la naturaleza: la Mesa de Catujanos. jshv0851@gmail.com

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