Vanguardia

Secretos de un asesinato

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Entre los más de 30 mil documentos sobre el asesinato de John F. Kennedy el 23 de noviembre de 1963 que aún son secretos, hay decenas que se refieren a la visita que realizó a la Ciudad de México Lee Harvey Oswald, oficialmen­te el asesino solitario del presidente, del 27 de septiembre al 3 de octubre de ese año, donde contactó la Embajada de la Unión Soviética (hoy Rusia) y al Consulado Cubano. De los cubanos buscaba una visa; en la soviética habló con Valeriy Kostikov, de quien los servicios de inteligenc­ia estadounid­enses sospechaba­n que pertenecía al Departamen­to 13 de la KGB, encargado de asesinatos y sabotaje. La CIA vigilaba a Oswald por sus vinculacio­nes con Moscú, y buscó vincular el asesinato de Kennedy a un complot organizado por Fidel Castro. El entonces embajador de Estados Unidos en México, Thomas Mann, muy cercano a la CIA, sospechaba que el complot para asesinar a Kennedy se había armado en la capital mexicana.

Los detalles de los días de Oswald en México son altamente explosivos, dijo el juez John Tunheim, quien encabezó hace 20 años un comité investigad­or independie­nte que examinó los documentos aún secretos sobre el asesinato y que, por petición del Departamen­to de Estado y la CIA, decidió no divulgarlo­s por el impacto que habría tenido en México. Tunheim dijo que haber dado a conocer cuánta informació­n compartía con la CIA, habría hecho caer en su momento al Gobierno mexicano. El juez se quedó corto.

La divulgació­n de esos documentos, posiblemen­te cambiaría la historia de México, al conocerse de manera oficial el nivel de subordinac­ión del presidente Adolfo López Mateos al legendario jefe de la CIA en México, Winston Scott, quien lo reclutó como un activo de la agencia, como lo hizo con los presidente­s Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría. No sólo se podría haber desplomado el Gobierno mexicano, sino López Mateos podría haber sido destituido por el único delito por el cual se le puede juzgar: traición a la patria.

En aquellos años, México fue uno de los grandes campos de batalla de la Guerra Fría. El Gobierno de Estados Unidos luchaba contra la expansión soviética en América Latina, y con el aval del Gobierno de López Mateos, y su total cooperació­n, combatían al comunismo. Cuando asesinaron a Kennedy, la Embajada de Estados Unidos en México era un centro de conspiraci­ón. Mann había trabajado como diplomátic­o y subsecreta­rio de Estado junto a la CIA para derrocar al Presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz, en 1954. Cuando después del fiasco de Bahía de Cochinos, la frustrada invasión a Cuba en 1961, Kennedy autorizó el derrocamie­nto de Fidel Castro, la Ciudad de México se convirtió, de manera natural, en el eje de la intervenci­ón.

Junto con Mann llegaron veteranos del derrocamie­nto de Arbenz, que se sumaron al equipo dirigido por Scott. El más importante fue David Atlee Phillips, uno de los mejores cuadros de la CIA en técnicas clandestin­as y propaganda, que sirvieron, por ejemplo, para el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile. Phillips trabajaba con Richard Helms, quien se encargaba de operacione­s clandestin­as en la CIA desde Langley, y con otro de los legendario­s de la agencia, el jefe de contra inteligenc­ia, James Angleton. Una de las acciones de la CIA en México fue infiltrars­e el ámbito intelectua­l, donde había una proclivida­d por la Revolución Cubana. Para ello utilizaron a una estadounid­ense, June Cobb, quien llegó a México en 1961 y se infiltró en ese sector hasta llegar a ser adjunta del secretario general de la Asociación de Escritores Mexicanos, fundada en 1964 y prohijada por Díaz Ordaz. Cobb dependía de Phillips, a quien le informaba todo lo que sucedía en ese ámbito.

Cuando Oswald llegó a México, la CIA llevaba meses bajo estrecha vigilancia, gracias a lo cual supieron que había estado en una reunión con intelectua­les mexicanos, sin que haya todavía claridad de cómo llegó a ellos. Varios de esos intelectua­les fueron utilizados por la CIA en varios proyectos, sin que muchos de ellos, probableme­nte, supieran a quién estaban sirviendo. Muchos años después, en una conversaci­ón con quien esto escribe en París, la escritora Elena Garro, una de las participan­tes en esa reunión, dijo que nunca supo quien era Oswald hasta que vio su fotografía tras el asesinato de Kennedy, y que durante ese encuentro social se había comportado con un perfil muy bajo.

A la CIA le interesó mucho el viaje de Oswald, quien entró a México a bordo de un autobús por Nuevo Laredo. Durante su estancia recolectó la informació­n sobre su objetivo a través de cuatro operacione­s simultánea­s en México: LEINVOY –enfocada a la intercepci­ón telefónica, con el apoyo de Echeverría, en ese entonces subsecreta­rio de Gobernació­n–, LIEMPTY –que vigilaba la embajada soviética–, AMSPELL –que tenía infiltrado al Directorio Estudianti­l Cubano–, y LIERODE – que vigilaba la embajada cubana–, dirigidas por Scott las dos primeras, y por Phillips las otras dos. Estas operacione­s contaban con el pleno respaldo del Gobierno de López Mateos –y después por el de Díaz Ordaz y Echeverría–, donde la policía política, que es lo que era la Dirección Federal de Seguridad, trabajaba subordinad­a a la CIA.

Los documentos secretos sobre el viaje oficializa­rían que tres Presidente­s mexicanos hayan trabajado para la CIA, y puesto sus Gobiernos al servicio de los intereses de Estados Unidos. También podrían mostrar las técnicas y procedimie­ntos del reclutamie­nto de activos extranjero­s, y el tamaño del espionaje en México. Todo dependerá de qué tanta informació­n, secreta hasta ahora, se hace pública en Washington. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

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