Vanguardia

Campos de pluma

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Dice don Luis de Góngora y Argote que siendo Amor una deidad alada –porque Cupido tiene alas- dio “a batallas de amor campos de pluma”. Aunque no lo dice Góngora -tan gongorino él- esos campos de pluma son los colchones.

En campo de plumas se libró la amorosa guerra que se declararon mutuamente el general Mariano Arista y doña Carmen Arredondo, esposa del doctor José Eleuterio González, “Gonzalitos”. Si entre santa y santo hay que poner pared de cal y canto, cinco murallas chinas tendrían que haberse puesto entre aquel gallardo militar y aquella muchacha joven casada con señor maduro. Arista, general en campañas de amor, puso sitio a la frágil plaza que era doña Carmen Arredondo, y la fortaleza -que no tenía ninguna- se le rindió bien pronto por una razón simple: anhelaba rendirse.

La recoleta quinta que en las afueras de Monterrey tenía el militar fue el sitio para los primeros encuentros de los amantes. Poca libertad tenían las mujeres de aquel tiempo, pero entonces, como ahora, cuando alguna quería hacer su voluntad ya la podían encerrar en dura cárcel: por el hilo del aire se escurría. Así doña Carmen: un supuesto paseo por el campo con amigas; un retiro religioso, cualquier pretexto era plausible a fin de poder llegar a donde su amante la esperaba.

Si en estos tiempos todo se sabe, en aquellos más. Bien pronto en todo Monterrey se conocieron los amores de Carmen Arredondo con Mariano Arista. Como sucede siempre, el último en enterarse fue el marido. Gonzalitos andaba ocupado siempre en los afanes de lo que para él era un apostolado más que una simple profesión. ¿Cómo iba a imaginar aquel señor tan bueno que mientras él arrancaba a algún enfermo de las garras de la muerte su esposa se abrasaba en los brazos de la vida?

Bien pronto la liviandad de doña Carmen fue objeto de la murmuració­n de la ciudad. El pobre de Gonzalitos advertía que cuando él entraba en algún sitio cesaban las conversaci­ones de repente, o se desataba una casi inaudible ola de murmullos. No sabía a qué atribuir aquello. Finalmente sucedió lo que tenía que suceder. Algún amigo -o algún enemigo, que en estos trances es muy difícil dilucidar las intencione­s- le fue con el cuento (en este caso rigurosa historia), o algún perverso anónimo le abrió los ojos a su desgracia, el caso es que Gonzalitos acabó por conocer la deslealtad de aquélla en la que había puesto su confianza, su amor y su apellido. ¡Cómo debe haber sufrido al tener la certidumbr­e de su infidelida­d! Gonzalitos era el hombre más bueno del mundo -y también de Monterrey-, y tenía el defecto de todos los hombres buenos: creer que los demás son tan buenos como ellos. No podía dar crédito a su desventura. Sin embargo las evidencias le mostraban con claridad palmaria lo que él quería negar. Segurament­e recurrió a sus amigos, a quienes sabía que le hablarían con verdad; quizá indagó discretame­nte o hizo averiguaci­ones entre gente de su mayor confianza; a lo mejor encaró a su esposa. Ella debe haber negado todo al principio -estas cosas suelen negarse siempre-, pero al fin debe haberse derrumbado ante el peso de la verdad, como se derrumbó ante la labia seductora de Mariano Arista. (Seguirá. Viene lo mejor).

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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