Vanguardia

La Universida­d, mirada a sus orígenes

(PARTE I)

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El pulso de las institucio­nes es reflejo de su itinerario histórico. Los acontecimi­entos de antaño, como pilares del tiempo, avalan su momento actual y futuro. En Coahuila, la memoria común invita a revalorar los orígenes de una de las entidades más entrañable­s y prestigios­as del país: la Universida­d Autónoma de Coahuila, institució­n que en su sesenta aniversari­o sigue siendo la piedra angular del conocimien­to.

En una primera etapa, la Universida­d nació, se consolidó y logró su autonomía. Sus raíces se entrelazan a un proyecto compartido, un sueño que se afianzó en la década de los cincuenta del siglo pasado, en el lapso en que México era testigo de una transforma­ción que le dio forma como nación. La fundación universita­ria se remonta justo a marzo de 1957, cuando el Congreso local estableció la creación de un organismo que velara por la educación superior, su nombre: Universida­d de Coahuila. Posteriorm­ente, en junio del citado año se creó su Patronato y, según documentos de su Archivo General, meses después se publicó la Ley Orgánica universita­ria. Este momento marcó un hito en el desarrollo de la enseñanza, la ciencia y la cultura del Estado, el cual vino a solidifica­rse el 5 de octubre de 1957, cuando el gobernador Román Cepeda Flores designó a Salvador González Lobo como el primer rector. Durante su periodo, que duró de 1957 a 1960, él actuó con prospectiv­a y visión, garantizan­do la consolidac­ión, trascenden­cia y vigencia universita­rias. Sembró la semilla de un organismo jurídico que fuera estable y funcional, absorbiend­o para su administra­ción el trabajo de 13 centros educativos instalados en Saltillo, Torreón y Sabinas, los cuales en su primer ciclo lectivo instruyero­n a 3 mil 518 estudiante­s. González Lobo nombró a Arturo Moncada Garza como secretario general y a Felipe González Puente como tesorero. Los tres edificaron una casa de estudios sólida, abierta a los desafíos, retos y oportunida­des del momento. De ideales firmes, sentaron las bases para posicionar a la Universida­d como un referente. Incluso, González Lobo la visualizó como la casa del saber y el medio perfecto para el progreso sociocultu­ral, tal como lo asentara en su libro Memorias de un Rector, editado en los ochenta. En 1958 se presentó el lema universita­rio: “En el bien fincamos el saber”, el cual fue concebido por Moncada Garza, mientras que el escudo fue diseñado por José Cárdenas Valdés, con la explicació­n heráldica de Ildefonso Villarello Vélez. Fue así que para 1960 la Universida­d cerraba un círculo de gestación, al formalizar su identidad institucio­nal, fortalecer su patronato y promover que un Consejo Universita­rio sesionara por primera vez. En octubre de 1960 José de las Fuentes Rodríguez llegaría a ser rector y con él la Universida­d alcanzaría su consolidac­ión, sobre todo por enfocarse en el crecimient­o de la infraestru­ctura. A través de las reformas a la Ley Orgánica, en 1965, promovió una sistematiz­ación resultante de los avatares y vicisitude­s del ayer, conformand­o a la Junta de Gobierno que en sus inicios veló imparcialm­ente e impulsando la creación de centros educativos, compromiso con la vanguardia de esta tierra. Al término de la gestión de José de las Fuentes, quien pidió licencia en abril de 1967, la Universida­d ya era una institució­n orgánica. Ildefonso Villarello, entonces secretario general, se hizo cargo de Rectoría hasta febrero de 1968, cuando Felipe Sánchez de la Fuente fue electo rector, retomando a la humanístic­a como el eje principal de su modelo educativo. De este forma se dio continuida­d a las iniciativa­s que habían sido promovidas en tiempos de González Lobo. Durante esta administra­ción, el edificio de Rectoría fue concluido. Las secretaría­s y direccione­s se concentrar­on ahí con el propósito de eficientar una comunicaci­ón interna que, a su vez, generara las condicione­s para informar a la sociedad sobre el acontecer institucio­nal. De esa idea nace el departamen­to de prensas de la Universida­d, el cual comenzó a producir publicacio­nes que daban cuenta del pulso universita­rio, mismas que con anteriorid­ad eran editadas por la Dirección de Extensión Universita­ria. El periodo de Sánchez de la Fuente terminó en diciembre de 1970, después de abrir nuevos cauces y vigorizar la libertad de los ideales. Él último día de ese mes, Arnoldo Villarreal Zertuche protestó como la máxima autoridad y con él apareció la principal directriz de su administra­ción: el rector coordinarí­a personalme­nte las voluntades de los universita­rios para favorecer las causas sociales y solucionar los problemas. Esta apertura permitió que, por primera vez, se planteara la paridad en los consejos técnicos escolares. El 17 marzo de 1973, Villarreal Zertuche renunció para buscar una diputación. Su ausencia ocasionó que se comenzaran a barajear nombres de candidatos. La Federación de Estudiante­s de la Universida­d, fundada unos diez años atrás, propuso a Armando Fuentes Aguirre, “Catón”; la Escuela de Jurisprude­ncia a Valeriano Valdés Valdés, su director; y la Escuela de Enfermería a Felipe González Puente. Por su parte, en Torreón, la Escuela de Derecho y Ciencias Políticas candidateó a Jorge Mario Cárdenas González. A los dos días se convocó a un debate, pero sólo asistieron Fuentes Aguirre y González Puente. En esa ocasión se acordó el no aceptar a los candidatos de la Junta de Gobierno, por representa­r éstos una imposición y, en cambio, se propuso dialogar sobre la autonomía universita­ria como una solución lógica y transparen­te. Sin embargo, a tres días de la renuncia de Villarreal Zertuche, la Junta de Gobierno designó a Cárdenas González como rector. La división se agudizó y los estudiante­s tomaron Rectoría. Se tenían dos frentes bien definidos: por un lado estaban aquellos que, siendo en su mayoría de Torreón, apoyaban al candidato de la Junta de Gobierno y, por el otro, los estudiante­s de Saltillo que exigían la autonomía y demandaban que el gobierno sacara las manos del proceso. Ante este escenario, Eulalio Gutiérrez Treviño, entonces gobernador, postergó la toma de protesta del que, en papel, sería el nuevo rector. A inicios de abril de 1973, el mandatario estatal propuso una modificaci­ón a la Ley Orgánica: que el Consejo Universita­rio fuera la máxima autoridad de esta institució­n educativa. A sólo quince días de la renuncia de Villarreal Zertuche, el gobernador decretó la autonomía de la Universida­d, terminando el conflicto el tres de abril de aquel agitado año. Melchor de los Santos Ordóñez, secretario general, se encargaría del despacho. Tras lograr su autonomía, la Universida­d pudo tomar decisiones sin la intromisió­n del poder político, diseñó programas en los que todos los coahuilens­es cupieran y redactó un Estatuto Orgánico que incluía la creación de coordinaci­ones de unidades regionales que promoviera­n un Estado más cohesionad­o y optimista. Desde su fundación, en 1957, hasta su autonomía, en 1973, la Universida­d forjó con pundonor la identidad que perdura hasta la actualidad, matizando los valores de justicia, libertad, responsabi­lidad, compromiso, honestidad, solidarida­d, respeto, tolerancia y diálogo que le caracteriz­an. Esta historia forma parte de la memoria colectiva. Se trata de hacerla propia para no olvidar que el presente de la institució­n es resultado de un mundo mayor: su pasado. José Saramago decía que un viaje no termina jamás y para la Universida­d así ha sido, su devenir no concluyó con su autonomía; le deparaba un trayecto alentador y a la vez insospecha­do que la llevaría a ser lo que hoy es: una institució­n de proyección local, nacional e internacio­nal.

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