Vanguardia

El nacionalis­mo en Cataluña

Si crees en la libertad, en la democracia, en la civilizaci­ón, no puedes ser nacionalis­ta. El nacionalis­mo está reñido con las institucio­nes y categorías que nos sacado de la tribu y el salvajismo y nos han inculcado el respeto a los demás

- MARIO VARGAS LLOSA ALEJANDRO MEDINA MADRID, DICIEMBRE DE 2017 © MARIO VARGAS LLOSA, 2017. DERECHOS MUNDIALES DE PRENSA EN TODAS LAS LENGUAS RESERVADOS A EDICIONES EL PAÍS, SL, 2017.

Sólo de manera fugaz y coyuntural es el nacionalis­mo una ideología progresist­a. Ocurre cuando prende en los países colonizado­s por una potencia imperial, que explota y discrimina a los nativos, y anima a éstos a defender su lengua, sus usos y costumbres, sus creencias, impregnánd­olos de una “conciencia nacional”. Este tipo de nacionalis­mo ha ido decreciend­o con la descoloniz­ación y convirtién­dose en la ideología ultrarreac­cionaria con que sátrapas sanguinari­os como Mobutu en el ex-congo belga y el Mugabe de la excolonia británica Zimbabue se eternizaro­n en el poder, saquearon sus países y los bañaron de sangre y cadáveres.

Todas las dictaduras que ha padecido América Latina, de izquierda como las de Fidel Castro, Hugo Chávez y Juan Velasco Alvarado, y de derecha como Augusto Pinochet, Pedro Eugenio Aramburu y Alberto Fujimori han pretendido justificar­se con argumentos nacionalis­tas. Y, lo más grave, han conseguido muchas veces enajenar con el patrioteri­smo cirquero y sentimenta­l de la banderita, el himno y la proclama que derrochan a manos llenas, a sectores importante­s de la población. Eso explica lo inexplicab­le: que tantos tiranuelos despreciab­les y cleptómano­s sean “populares”. El nacionalis­mo es una perversión ideológica muy extendida, porque apela a instintos profundame­nte arraigados en los seres humanos, como el temor a lo distinto y a lo nuevo, el miedo y el odio al otro, al que adora otros dioses, habla otra lengua y practica otras costumbres, instintos –demás está decirlo– absolutame­nte reñidos con la civilizaci­ón. Por eso, el nacionalis­mo en nuestros días es ya sólo una ideología reaccionar­ia, antihistór­ica, racista, enemiga del progreso, la democracia y la libertad.

Por fortuna quedan pocas colonias en el mundo y desde luego que Cataluña, donde el virus nacionalis­ta ha prendido con fuerza, jamás lo fue. Pero eso no importa nada. El nacionalis­mo

es una ficción ideológica y como tal puede permitirse todas las tergiversa­ciones históricas que haga falta. Por eso, pese a ser tal vez la región más culta de España, hay en Cataluña numerosos catalanes convencido­s de esta grotesca falsedad: que Cataluña fue conquistad­a, ocupada y explotada por España ni más ni menos como Argelia por Francia, América Latina por España y Portugal, y media África por el Reino Unido. La verdad es muy distinta, ¿pero a quién le importa la verdad cuando se trata de ganar una elección? Si uno pregunta a cualquier nacionalis­ta catalán cómo ha sido posible que una “colonia” llegara a ser, varias veces en su historia moderna, la capital industrial y cultural de España, la locomotora de su modernizac­ión, responderí­a, sin duda, que se debió al espíritu de trabajo y la superior capacitaci­ón de los catalanes frente a los otros españoles. Lo que, además, implicaría que, una vez independie­ntes, los catalanes –¿ese pueblo superior?– alcanzaría y superaría pronto a Alemania.

El nacionalis­mo ha crecido en Cataluña porque ha sido promovido desde la escuela por unos Gobiernos locales que tenían un plan muy bien orquestado y que han puesto en práctica de manera sistemátic­a, y porque los Gobiernos españoles y los ciudadanos del resto de la península se desinteres­aron del problema y, a fin de cuentas, dieron la espalda a la mayoría de catalanes que querían seguir siendo españoles, una mayoría que fue decreciend­o por el desamparo y el aislamient­o en que se sintió, ninguneada por el resto de España. Cayetana Álvarez de Toledo lo explicó con absoluta lucidez hace unos días, en el Ateneo de Madrid, al recibir el Premio Sociedad Civil del think tank Civismo. Su discurso fue una dramática reflexión sobre la responsabi­lidad que tiene el conjunto de los españoles,

por su desinterés y apatía, en la tragedia que está viviendo Cataluña.

Tragedia, sí, es la palabra que conviene a una región que, desde el referéndum ilegal que convocó la Generalita­t, ha perdido más de tres mil empresas, visto caer su comercio y su turismo y aumentar el desempleo. Además, es escenario, por primera vez desde la transición de la dictadura franquista a la democracia, de una violencia política que parecía ya erradicada de la España moderna. Que, en estas condicione­s, haya todavía un número potencial de electores para volver a llevar al Gobierno al mismo equipo que está ahora en la cárcel o prófugo, como señalan algunas encuestas, no cabe en la cabeza de muchos ciudadanos cuerdos. Se preguntan si ha caído una epidemia de masoquismo sobre el electorado catalán. El problema es que ellos tratan de entender racionalme­nte el problema del nacionalis­mo en Cataluña. Los principios de la lógica y el conocimien­to racional no sirven para entender el nacionalis­mo, como no servirían para explicar las creencias religiosas ni el misticismo. Se trata de un acto de fe, contra el que todos los argumentos se hacen trizas. Cuando los instintos reemplazan a las ideas, todo se vuelve muy confuso y los mejores esfuerzos fracasan.

Me gustaría, a este respecto, mencionar el pequeño libro que acaba de publicar Eduardo

Mendoza: “Qué Está Pasando en Cataluña” (Seix Barral). Como todo lo que escribe, es un ensayo claro, inteligent­e y con análisis sutiles y novedosos. Sin embargo, el sabor amargo y pesimista de sus últimas frases contrasta con las ideas ricas y serenas con las que el libro se inicia. Mendoza no parece ver salida alguna en una situación en la que el independen­tismo y sus adversario­s han llegado, se diría, a un empate técnico. Él no es independen­tista

El nacionalis­mo es una perversión ideológica muy extendida, porque apela a instintos profundame­nte arraigados en los seres humanos, como el temor a lo distinto y a lo nuevo, el miedo y el odio al otro

–dice, claramente, “No hay razón práctica que justifique el deseo de independiz­arse de España”– pero establece una cierta equivalenc­ia entre los contrarios, ya que a él no le gusta ninguno de los dos (los antiindepe­ndentistas tampoco). ¿Para qué ha escrito este libro, pues? “Para tratar de comprender lo que está pasando”. La idea es válida, pero ¿lo consigue? Me temo que no. Sus observacio­nes son originales, aunque no siempre convincent­es. Por ejemplo, define al catalán de una manera sugestiva, pero, creo, insuficien­te por la sencilla razón de que las sicologías nacionales simplement­e no existen, o tienen tantas excepcione­s que resultan poco realistas. Yo, por ejemplo, que conozco a muchos catalanes, no creo que haya dos de ellos que se parezcan entre sí.

A los actos de fe, como el nacionalis­mo, hay que oponerles, además de razones, otro acto de fe. Si crees en la libertad, en la democracia, en la civilizaci­ón, no puedes ser nacionalis­ta. El nacionalis­mo está reñido con todas esas institucio­nes y categorías que nos han ido sacando de la tribu y el garrote y el salvajismo y nos han inculcado el respeto a los demás, enseñándon­os a convivir con quienes son distintos y creen cosas diferentes a las que creemos nosotros, y hecho entender que vivir en la legalidad y la diversidad y la libertad es mejor que en la barbarie y la anarquía. Somos individuos con derechos y deberes, no partes de una tribu, porque el formar parte de una tribu, ser apenas un apéndice de ella, es incompatib­le con ser libres. Descubrirl­o, es lo mejor que le ha ocurrido a la especie humana. Por eso debemos oponernos, sin complejos de inferiorid­ad, con razones e ideas pero también con conviccion­es y creencias, a quienes quisieran regresarno­s a esa tribu feliz que hemos inventado porque nunca existió.

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