Vanguardia

MANEJAR EBRIO SIN SER DETENIDO: ¿SUERTE O FALLA DE LA POLICÍA?

…Y un infractor invisible intentando pasar la noche en los separos de la Comandanci­a

- RAMIRO RIVERA

Un ejercicio periodísti­co que lucía infalible: conducir alcoholiza­do a la vista de patrullas para ser llevado a los separos, y escribir cómo se pasa la Navidad allí, se ve forzado a cambiar de ángulo.

La Navidad estaba a punto de cumplir cinco horas. Había recorrido Saltillo en todas las direccione­s posibles y por enésima vez me dirigía al centro. Un par de cuadras antes de cruzar Abasolo, una camioneta pasa de sur a norte… “Ahí va una patrulla”, me dice mi compañera. Salí de mi modorra acumulada tras haber conducido toda la madrugada y aceleré para alcanzar las luces de la torreta mientras pensaba qué haría para que me detuviera la Policía. ¿Tendría que rebasarlos a alta velocidad? ¿Bastaría con que me pusiera a zigzaguear cerca de ellos? ¿O de plano tendría que asomarme por la ventana y mentarles la madre? Di vuelta a la derecha con esto en mente, pero lo que había frente era una calle vacía. Ni policías, ni vehículos, ni siquiera un perro… Nada. Como si se tratara de un milagro navideño, la última de las seis unidades policiacas que vi durante toda la madrugada había desapareci­do. Durante la cena de Nochebuena les contaba a mis amigos el plan: conducir por las calles de la ciudad e ir a parar a los separos de la Policía Municipal, con la intención de realizar una crónica que narrara lo que es pasar la Navidad dentro de las celdas preventiva­s.

Como habrán notado al inicio del texto, esto jamás sucedió.

Sin embargo, antes de que me diera cuenta de que las autoridade­s prácticame­nte desaparece­rían durante la madrugada me mantenía optimista al respecto, especialme­nte durante los últimos minutos del domingo.

Pensaba entonces que segurament­e alguna unidad policial que formara parte de los operativos que se despliegan en estas fechas me detendría por mera precaución en alguna de las calles de Saltillo. Y luego, los oficiales, al ver mi cara abotagada medirían mi nivel de alcohol y, dado que no pensaba ni por casualidad andar conduciend­o sobrio, sería irremediab­lemente detenido.

Parecía algo sencillo. Después de todo, en estas fechas en las que abundan los conductore­s alcoholiza­dos, las autoridade­s ponen especial atención a este tipo de delitos. Lo anuncian con gran orgullo y prometen hacer un gran despliegue de acciones preventiva­s. Con eso en mente, sólo tenía que asegurarme de beber lo suficiente como para no pasar la famosa prueba del aliento o el alcoholíme­tro.

En 36 años jamás he sido detenido. No es presunción, yo le llamo suerte. Durante mi época en la universida­d segurament­e pude haber ido a parar a los separos al menos un par de veces, pero siempre la libraba. “Tal vez tu suerte es que nunca te detengan”, me decía uno de mis amigos durante la cena luego de preguntarm­e qué iba a pasar si no me detenían. No estaba errado.

No obstante, les pedí todo tipo de recomendac­iones. Ellos, caso contrario al mío, ya conocían bien lo que era ser detenido por las autoridade­s municipale­s por cualquier tipo de razones, desde las más justas hasta las más arbitraria­s.

Tres copas de tinto, cuatro tequilas y dos sotoles después mi compañera llegó por mí, con niveles anormales de sobriedad para la fecha. Así debía ser, necesitaba un copiloto bueno y sano que se hiciera cargo del carro cuando los guardianes del orden me llevaran a mí, imprudente e irresponsa­ble ciudadano, tras las rejas junto con otros infractore­s de la misma calaña.

Todavía no era la una de la mañana y decidimos improvisar y seguir nuestro instinto sin trazar una ruta predetermi­nada, Así, que luego de recorrer las calles principale­s del Centro, nos enfilamos hacia el norte por Emilio Carranza, en donde vimos la primera patrulla de nuestra noche, yendo en sentido contrario al nuestro. No nos preocupamo­s, pensamos que abundarían en nuestro recorrido. Error.

Ni patrullas, ni oficiales, ni operativos antialcoho­l. Las autoridade­s habían desapareci­do. Era como Un día sin mexicanos protagoniz­ado por policías en lugar de paisanos. O bien, como si se tratara de una extraña película navideña en la que algún borracho le pide a Santa Claus que se deshaga de cualquier obstáculo que le impida recorrer las calles impunement­e a bordo de su vehículo.

Una hora y media después le habíamos dado la vuelta a las principale­s calles de la ciudad y nos disponíamo­s a comenzar una segunda ronda. Nuestro optimismo que en un inicio era animado por tres nutridas carpetas de música que iban de los Smiths a Juan Gabriel, pasando por The War on Drugs, comenzó a transforma­rse en cansancio, frustració­n y, en mi caso, también cruda.

Apenas vimos cinco unidades de las autoridade­s locales en todo ese tiempo. Incluso rebasé a un par de ellas a más de 100, pero los resultados fueron nulos. Era el infractor invisible.

Perdí la cuenta del número de semáforos en rojo que pasé, así como de las veces en las que superé el límite de velocidad más allá de lo recomendab­le. Tampoco fue recomendab­le que vaciara mi vejiga a un costado del bulevar Fundadores, justo a la entrada al fraccionam­iento Zaragoza, pero como la finalidad era hacerme notar, lo considere algo más que obligatori­o. Aun así, nada. La nada de nuevo.

Me lamenté por la cantidad de mascotas aplastadas que vi en mis idas y vueltas, y medio traté de devolver a un lugar seguro un par de perros confundido­s que vagaban por las calles, probableme­nte fugados de sus hogares a causa de la pirotecnia.

¿Qué me quedaba finalmente? Jamás sabría si la mítica cena navideña con la que, dicen, agasajan a los detenidos es verdad o sólo se trata de una leyenda urbana. Por el contrario, mi recompensa fueron unos cuantos puñados a un Paketaxo y una sensación agridulce de victoria. Fui afortunado, en una noche en la que otros no lo son. O, quién sabe… Quizás el espíritu de la Navidad fue benévolo con todos los borrachos y, al igual que yo, nadie cayó en los separos esa noche.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico