Obregón, el memorioso de ingrata memoria
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
Álvaro Obregón tenía una memoria prodigiosa. Si yo tuviera esa memoria procuraría olvidarla, pues debe ser algo muy feo eso de acordarte de todo.
De nada se olvidaba el Manco de Celaya. Comparado con él un elefante era un desmemoriado. En el libro de memorias de don Juan Manuel Álvarez del Castillo, ilustre jalisciense, viene un incidente interesante. Leamos: “... Finalizado el desayuno Obregón me preguntó: -¿No le he echado la baraja? -No, señor Presidente. A decir verdad, ignoraba lo que quería manifestar. Pidió a Luis León que consiguiese a bordo del tren una baraja española, sin uso. El comisionado cumplió el encargo. -Como usted ve, lawyer, estos naipes están intactos. Efectivamente, todavía tenían el papel de envoltura. Siguió diciéndome Obregón: -Baraje. Lo hice. Se dirigió a Calles: -Parta, general. El Jefe del Gabinete acató lo indicado. Después el Presidente, con su mano sana, fue corriendo y enunciando las cuarenta cartas. Luego, ante mi estupefacción, repitió de memoria, uno a uno, todos los naipes, sin verlos, en el mismo orden en que antes los mencionara.
-Guarde la baraja, lawyer, y no la revuelva. El día menos pensado se la pediré y tendré el gusto de repetirle esta lectura.
Pasó mucho tiempo. Cierto día Obregón recordó el suceso, y preguntó a Álvarez si aún conservaba la baraja. El jalisciense había tenido el cuidado de guardarla bien.
“Díjele que la conservaba tal como me recomendase: intacta. -Vamos por ella a su casa. Pronto llegamos a Génova 42. Saqué la baraja de una maleta. Mi mamá, que regresaba de misa, al verme bajar la escalera de modo precipitado interrogó: -¿Qué te pasa? -Vine por una baraja, mamacita. Afuera está el Presidente de la República.
Con aquellas desarticuladas palabras doña Carmelita pensó que en verdad su hijo había perdido la razón. En Palacio, el Divisionario, antes de tratar cualquier asunto oficial, en presencia del ingeniero Pani y de otras personas, recordó exactamente las cartas, como lo hiciera tanto tiempo atrás en el Tren Amarillo...”.
Prodigiosa memoria, sí, tenía Obregón. Y tenía también una vista extraordinaria. Cierta vez, en una cacería, vio un venado. El animal estaba a tal distancia que nadie más que él lo pudo ver. Cuando los demás lo descubrieron luego de acercarse más, alguien le dijo con tono admrativo a Obregón: -¡Qué buena vista tiene usted, señor Presidente! -¡Y vaya si es buena! -comentó con ufanía Obregón-. ¡Desde Topolobampo vi la Presidencia!