Méngache p’acá
Si crees en Dios también debes creer en el Diablo, y escribir la palabra con mayúscula. Cuestión de equidad, pues.
Algunas denominaciones protestantes consideran que el baile es un pecado abominable, invento del Demonio. Sé de un pastor que dijo hablando ante los jóvenes de su congregación:
-Empiezan ustedes matando a alguien; luego se dedican al tráfico de drogas; después comienzan a robar, y ya precipitados en esa pendiente de maldad un día terminan bailando en una fiesta.
Esa fobia puritana contra el baile es cosa extraña si se toma en cuenta que Lutero, fundador del protestantismo, era famoso bailarín. También componía música; se le deben algunos bellos himnos religiosos. Pero lo que más le nacía era bailar. Aseguran los estudiosos que inventó algunos pasos de mucho lucimiento.
Otra mención puedo yo hacer para fundamentar mi extrañeza ante el recelo con que el protestantismo ve a Terpsícore, musa de la danza. Don Benito Juárez, que mucho favoreció la presencia de las iglesias evangélicas en México, era también un consumado bailador. Contemporáneos suyos relatan que el Benemérito era el primero en llegar a los bailes, y el último que se retiraba. No se perdía una pieza. Bailaba con tenacidad republicana.
Si alguien me pide que cite a otro famoso bailarín mencionaré el nombre del Mártir de la Democracia, don Francisco I. Madero. En cierta ocasión los ricos de Saltillo le ofrecieron una fiesta en el Casino, y don Panchito sorprendió agradablemente a las damas de la ciudad por su notable habilidad en el arte que luego Fred Astaire llevó a la perfección. El único problema del Apóstol era su estatura: chaparrito, en los giros de la danza -sobre todo en los valses- se le perdía de vista de repente, pues quedaba envuelto en las profusas faldas que en aquel tiempo usaban las señoras. Tenía que venir a localizarlo su secretario particular.
Todas estas meditaciones me las inspiró la lectura de una nota aparecida en “Y.P”, una revista americana de entretenimiento que compro a veces en los aeropuertos. Está de moda en los altos círculos -viciosos, casi siempre- de Nueva York una nueva danza denominada “churn”. Ese verbo inglés significa menear, batir. Se emplea la palabra, por ejemplo, para describir la acción por la cual se menea o bate la leche para volverla mantequilla. Pues bien, en este baile se forma un círculo de danzantes, alternados una mujer y un hombre, y ya puestos en rueda se pegan uno a otra, y la otra con el que va delante, todos muy apretados, y así, haciendo “la cebollita”, como decíamos de niños, se ponen a dar vueltas y vueltas en una danza que algunos suspicaces moralistas tildarán de erótica. Me llamó la atención esto porque el capitán cronista Alonso de León dice que así bailaban los indios chichimecas en sus mitotes, hace cinco siglos. Como se ve, no hay nada nuevo bajo el sol, aparte de los agujeros en la capa de ozono.
Interesante danza el “churn”, y desde luego bastante más personal que la manera en que bailan los muchachos y las muchachas de hoy: lo hacen cada quien por su lado, y sin mirarse. Hasta parece que están casados.