Vanguardia

Una caja de joyas

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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-Nadie sabe lo que sigue después de la muerte -postuló el conferenci­sta con solemnidad.

-¡Yo sí sé! -gritó una señora desde atrás-. ¡Siguen la pera, la bandera y el bandolón!

Dicen algunos que todo acaba con la muerte. No es cierto: después vienen los pleitos por la herencia.

Murió un cierto señor. “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”, dijo Borges. Prudente y ordenado, aquel señor había hecho testamento, y así su esposa quedó como heredera universal de sus bienes.

Los hijos, sin embargo -varones todos-, le reclamaron a su mamá la herencia de su padre. Quizá por ellos no lo habrían hecho, pero esposas tenían, y así la cosa cambia. La viuda, a fin de obviar problemas y mantener unida a la familia, distribuyó a sus hijos las propiedade­s y el dinero. Hasta la misma casa en que ella iba a vivir la entregó como parte de la herencia. No se quedó sino con lo estrictame­nte necesario para pasar los últimos años de su vida.

Y sucedió que tan pronto los hijos se vieron con lo suyo, no fueron ya los mismos con su madre. Dejaron de visitarla con la frecuencia con que lo hacían antes de que les repartiera los haberes. “El interés tiene pies”, dice el refrán. Ahora que los hijos ya no tenían interés, tampoco tenían pies que los llevaran en dirección de la casa de su madre.

No dejó de afligirse la señora por el abandono. Había desoído el consejo de su esposo, quien le recomendó mantener hasta su muerte aquellos bienes, para que siquiera por interés los hijos la procuraran. Pero es que ellos le recitaron una y otra vez la conocida frase de Anamaría Rabatté: “En vida, hermano, en vida”. Sólo que esa frase alude a muestras de gratitud y amor, no a la dación de bienes materiales.

Se quedó, pues, sin nada la señora. Se quedó sola, por lo tanto. De la higuera no somos amigos: somos amigos de los higos. Y la madre tenía hijos, pero higos ya no tenía que dar.

Cierto día, sin embargo, una de las nueras fue por ella para que le cuidara a los niños, pues “la muchacha” se le había ido. La nuera se dio cuenta, intrigada, de que su suegra llevaba consigo una cajita que no desamparab­a en ningún momento. Le llamó la atención aquello, y comentó con sus concuñas lo que había visto. Empezaron a observar a la señora. Llegaban de repente a su casa, como por casualidad. Lo primero que hacía la suegra al verlas era tomar la caja y mantenerla junto así. Sonaba la cajita con el ruido de cosas que adentro iban. Deliberaro­n en cónclave las nueras. ¿Qué tenía en aquel cofrecito la señora? -Todo nos repartió -dijo una-, menos las joyas. Entonces empezaron a adularla, cada una por su lado, con la esperanza de ganar lo mejor de aquel tesoro. Iban por ella; la llevaban al cine; la invitaban a comer y cenar; le pedían que las acompañara en las salidas de fin de semana y vacaciones; la cuidaban y asistían con solicitud.

Así pasó el tiempo. Murió al fin la señora, con la cajita bajo la almohada de la cama. Las nueras abrieron con avidez el cofre para sacar las joyas que se repartiría­n. Estaba lleno de piedritas.

Cada uno saque de esta historia la moraleja que más le guste o le acomode. Yo no saco ninguna, pues a mí las moralejas no me gustan. Prefiero decir la historia como a mí me la dijeron.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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