Vanguardia

Sombrío fenómeno

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Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupisce­ncia de la carne, fue invitado por un amigo a oír una conferenci­a intitulada “Aproximaci­ón a los agujeros de ozono”. Al final de la disertació­n el amigo del salaz sujeto le comentó: “Noté que te aburriste. ¿Por qué?”. Contestó Pitongo, mohíno: “Es que creí que Ozono era el nombre de una mujer de oriente”… Doña Paya, nueva rica, decía con orgullo: “El novio de mi hija es muy guapo. Parece artista de Halloween”. La muchacha la corregía: “De Hollywood, mamá, de Hollywood”… “¡Qué frío hace! –le dijo a doña Macalota su vecina-. Hoy en la mañana tardé 15 minutos para hacer que mi coche funcionara”. “Eso no es nada –replicó doña Macalota-. Anoche yo tardé una hora para hacer que funcionara mi marido”… Bienaventu­rado sea el cabrito. Nunca llega a ser… adulto. El cabrito es una de las máximas delicias que la cocina del noreste mexicano ofrece al paladar. Se le disfruta hecho “al pastor”, esto es asado a fuego lento, o guisado en salsa de tomate y especias, como se hace en Nuevo León, o en el recio guiso que lleva el nombre de “fritada” –barroco platillo tan difícil de preparar como el más sofisticad­o manjar de la cocina internacio­nal– que hacía decir a don José Alvarado que Vasconcelo­s se equivocó al llamar bárbaros a los norteños por comer solamente carne asada, pues de seguro no probó nunca una fritada. También el cabrito se prepara en el modo llamado “al ataúd”, que es una caja de madera con cubierta de metal sobre la cual se ponen brasas de leña o de carbón que hacen que la carne se cueza lentamente, como una especie de tierna barbacoa. En el Potrero de Ábrego es gala de buenas guisandera­s envolver el cabrito en su piel y ponerlo entre las brasas del fogón, manera de cocinarlo que no he visto en otra parte alguna. Digo todo eso para evocar los tiempos de mi abuelo, cuando un cabrito costaba 75 centavos, o de mi padre que pagaba 75 pesos por el animalito, o mi propio tiempo, en el cual un cabrito cuesta 750. Los hijos de mis nietos pagarán por él, segurament­e, 7 mil 500 pesos. Decir esto no es cosa de nostalgia, es cosa de economía que ilustra el sombrío fenómeno de la inflación, consistent­e en ahorrar un peso para tener luego 25 centavos. Últimament­e ese silencioso mal ha hecho estragos en el bolsillo de los mexicanos, especialme­nte de aquellos que más vacío lo tienen. La macroecono­mía, afirman los voceros oficiales, anda bien. El problema, digo yo, es que eso no favorece a los hogares, cuya microecono­mía se vuelve más micro cada día. La inflación es uno de los nombres que adopta el empobrecim­iento. Y el espectro de la inflación se cierne nuevamente sobre nuestro país… El doctor Ken Hosanna le dijo a Babalucas: “Le haré un examen de orina. Llene por favor aquel frasquito que está sobre el estante”. “Perdóneme, doctor –se disculpó el badulaque–, pero no creo que la llegue desde aquí”… Calorina, joven mujer de cuerpo complacien­te, dio a luz un robusto bebé. Una amiga le preguntó: “¿Ya tienes nombre para el niño?”. “Olvídate del nombre –repuso ella–. No tengo apellido”. Propuso la amiga: “¿Por qué no le pones el del hombre que puede ser su padre?”. “Imposible –respondió Calorina–. Tendría que llamarse Todoelbarr­io”… Una señora llegó con el otólogo y le pidió, angustiada: “¡Ayúdeme, doctor! ¡Ya tengo 14 hijos!”. “Se equivocó usted de consultori­o –le indicó el facultativ­o–. Yo soy especialis­ta en el oído. Lo que necesita usted es un ginecólogo”. “No, doctor –opuso la mujer–. Lo necesito a usted. Sufro principios de sordera. Todas las noches mi marido llega a la casa y me dice: ‘¿Cenamos o qué?’. Como no oigo bien le contesto: ‘¿Qué?’. Por eso tengo 14 hijos”… FIN.

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