Vanguardia

CONFESIÓN

Este cuento es del libro Gloria mundi. El nuevo Liber Pontifical­is, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2015

- Noel René Cisneros

Aquién confesar mis pecados, mis tentacione­s. Hacer del papel mi confesor, que el Señor interceda a través de la pluma y del fuego que consumirá mis palabras. Siendo cardenal, conociendo los secretos que conozco, a quién confiar mis culpas, sino a Dios – aun pecando de soberbia–. Se me puede ir la vida en estas palabras y corro el riesgo de perecer aún con sólo escribirla­s; las entregue o no al fuego, como me propongo, una vez sean terminadas.

El Señor sea mi testigo, la penitencia su infinita Providenci­a la dictará.

Me llaman Príncipe de la Iglesia y ante mí se doblegan lo mismo los señores que los plebeyos. Nunca busqué esto, el mundanal ruido no fue lo que me encaminó hasta Roma. Amor, por insospecha­do que esto en un clérigo pueda parecer –cuando no es Cristo su destinatar­io o, mejor dicho, cuando cometemos el sacrilegio de amar a Jesús Nuestro Señor en la persona del ser amado–, fue lo que me condujo hasta aquí, el amor fue el que me dio el capelo. Decir esto puede significar traición, incluso, el fuego del Santo Oficio. No importa.

La confesión por mis pecados carnales, el pecado nefando, ha sido realizada. La penitencia que correspond­ía a ese pecado la he cumplido. No diré a mi favor que mis compañeros de la curia pueden ser acusados aún de caídas peores. El pecado es inherente a nuestra condición humana, la carne que somos. Esas bagatelas no me interesan, que otros gocen con perseguir el pecado del cuerpo encontrand­o otro cuerpo. Mi falta ha sido, es, más sutil; menos palpable.

Al evocar aquellos días, cuando lo conocí –entonces aún usaba su patronímic­o que era precedido por el monseñor; tiempo faltaba para que se pronunciar­a el Habemus Papam–,

evocó el torbellino que hizo que el mundo tuviera un nuevo sentido. Yo tenía catorce años, acompañé a mis padres a misa de Domingo de Gloria hasta catedral, donde pocas veces había estado. Escuché la misa, me embriagó el olor del incienso y la resonancia en aquellos altos muros del latín de monseñor. Al terminar, cuando todos nos íbamos retirando nuestras miradas se cruzaron. Él tenía treinta años. Fui alcanzado por uno de sus sirvientes cuando ya estábamos fuera de catedral, le pidieron a mi padre, zapatero de aldea, permiso para que fuese ante monseñor, halagado, mi padre aceptó.

–Desearías entrar a mi servicio –me dijo apenas me vio, se quitaba su sotana. Extendió su mano para que la besara, me arrodillé temblando.

–Pero, niño, si no te voy a comer –hizo que me levantara del suelo y me abrazó–. No, no tengas miedo.

He sido su siervo desde entonces. El pecado de creer que mi servicio hacia él y a Nuestro Señor era un mismo servicio tampoco me preocupa; no me angustió entonces y ahora aún menos. Además, servirlo en estos momentos es, en cualquier caso, servir al Vicario de Cristo. Mis pasos, a partir de ese día, fueron siempre en pos de los suyos. Mi confianza siempre estuvo en su voluntad, no temí, en aquel lejano momento, la entrega y las exigencias de la carne.

Lo acompañé a Roma y estuve detrás de él cuando recibió el capelo; fui su secretario en sus viajes como nuncio, fuimos de Lisboa a Varsovia. Conocí, los juegos detrás de las cortinas y los embustes de los embajadore­s. También fui testigo de sus nuevos deleites: del joven rubio que ahora es obispo en Alemania, de aquel hijo de hostelero que hizo bien en quedarse en el cuchitril donde lo conocimos, del napolitano que estuvo con nosotros un verano.

Él, ese cardenal que iba perdiendo vigor en la cama, mientras lo ganaba en las estratagem­as de la diplomacia, me mantenía a su lado. Era, de cualquier forma, su secretario, su mano derecha. Cuántas diligencia­s consumí en el último cónclave.

Y nuestro tiempo llegó. Su voluntad, como lo fue para mí por años, empezó a ser obedecida por todos. Muchos favores se pagaron. Los enemigos, que nunca faltan, esperaban su momento.

Fui capelado, no el primero, pero mantuve mi puesto a su lado, secretario particular de Su Santidad. Obedecí como siempre lo he hecho, mis acciones serán juzgadas, aunque él ya les haya dado la absolución. El mayor de mis pecados ni siquiera fui capaz de confesárse­lo.

El demonio me puso en el camino de la tentación. Mi señor, Su Santidad, me apartó de su lado y yo, humilde pecador, debí aceptarlo, como acaté siempre su voluntad. Podía aceptar que me apartara de su alcoba, no de su cercanía.

Ahora todo está hecho, quien será el nuevo obispo de Roma sabe mi pecado, pero si me castiga también tendrá que castigarse a sí mismo. Los envenenado­res acudieron a mí para que los dejara pasar hasta la alacena de Su Santidad, ahí pusieron cantarella sobre los embutidos y en el vino, toda esa comida emponzoñad­a ya ha ardido. Su Santidad agoniza, delira y se retuerce de dolor. Me dicen que me ha llamado, que suplica mi compañía, pero, pecador de mí, no me atrevo a acudir a su lado.

El Señor me perdone, al pecado ya cometido sumaré el de la muerte con mi propia mano, traidor de mí, merezco el más profundo de los círculos infernales. Mientras arden estas hojas beberé del vino que él bebió, el vino que ahora lo lleva a la tumba.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico