Huelga de hombres
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
Años: los 40 del pasado siglo Personaje: Jorge Negrete, mexicano, llamado “El Charro Cantor”. Está en el apogeo de su fama. Sus películas andan por todo el mundo de habla hispana, y hacen del gran cantante una leyenda que dura todavía. La primera vez que fui a España, cuando decía: “Soy mexicano”, mis amigos españoles respondían: “Ah, sí. Jorge Negrete”.
Jorge Negrete... Casi no hay que decirlo: era muy guapo. Sus facciones eran correctas. Se dejaba un mechón sobre la frente que hacía estremecer a las mujeres. Su voz era recia y varonil, no como la de otros cantantes vernáculos que cuando cantan sabe uno que son charros, pero cuando hablan parecen chinas poblanas. Jorge Negrete no: cuando cantaba era Jorge Negrete, y cuando hablaba también.
Alto, gallardo, el famoso artista era lo que se dice un figurín. Lo mismo lucía bien el traje charro que el smoking. En una de sus películas menos recordadas, pero más bellas, “Teatro Apolo”, viste atuendos regionales españoles y aparece vestido de frac en un baile de gran gala. Con todos esos atuendos se veía bien.
He aquí que Jorge Negrete va a actuar en Venezuela. Llega a Caracas por tren. En la estación del ferrocarril se ha agolpado una multitud de mujeres, desde adolescentes hasta ancianitas, que quieren ver en persona, aunque sea desde lejos, al legendario charro mexicano. Miles y miles de féminas: casadas y solteras, divorciadas —las pocas que había entonces— y viudas —las muchas que siempre hay—, lo han dejado todo para ir a conocer a Jorge. Así le dicen sencillamente: Jorge. Las secretarias no fueron ese día a la oficina; las dependientas faltaron a la tienda; las criaditas dejaron de asistir al trabajo; y las amas de casa salieron de ella corriendo, sin siquiera dejar el puchero humeando en la cocina.
Llega el tren y aparece Jorge Negrete en la escalerilla del vagón. Aquello es la locura: las caraqueñas se adelantan a los desmayos y soponcios que años después provocaría Elvis. Lloran unas al ver a su ídolo; gritan otras; ruedan por tierra algunas. Todas son víctimas de la neurastenia, palabra que está de moda en ese tiempo.
Jorge no dice nada, ni hace nada. Sonríe nada más; sonríe y pasea la mirada de macho dominante sobre ese inmenso harén que se le rinde. Después del trance regresan las mujeres a sus casas y tampoco dicen nada. Pero esa noche las casadas solicitan a sus maridos, que se extrañan por aquella inusitada solicitación, y más se sorprenden con la fogosa voluptuosidad de sus esposas, tan católicas siempre ahí en la cama. No saben que ellas están pensando en Jorge, y que esas caricias locas son para él. En las esquinas y balcones las novias acceden por primera vez al beso, y sus galanes se sienten en la cumbre de la felicidad por el deleite inesperado. Tampoco es para ellos aquel beso: es para Jorge.
Transcurren varios días, y Jorge Negrete es la locura de las mujeres en Caracas. Todas hablan de él; se hacen lenguas de su galanura; cimbran el presupuesto familiar para pagar el boleto de entrada al teatro donde actuará, y le exigen al esposo, o al papá, que compre —ya— el radio para oírlo. Y entonces sucede lo que nadie jamás pensó que podía suceder. (Continuará).