Vanguardia

Café Montaigne 55

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Esta época es trivial, pobre, mediocre. El atributo humano y divino de un rostro se ha banalizado con las selfies. Lejos quedaron los tiempos de una buena fotografía o pintura. “La ventaja de ir/ solo al restaurant­e/ es la de dar la espalda a la pared/ disfrutar del paisaje…” escribió el poeta italiano Bartolo Cattafi, de quien hay una sólida selección de sus poemas en un bello libro editado ya hace algunos lustros (1995) por la UNAM. El poemario se llama “En guaridas profundas”. Y sí, el poeta tiene razón: nada más sustancios­o el ir solo al restaurant­e y otear, observar a los comensales en su trajín, en su charla, en sus gestos, en sus risas, en su llanto. No los ojos solamente sino todo el rostro: la cara completa, la faz del ser humano es lo que nos dice de ellos sus pensamient­os y sentimient­os. Pero primero observamos en la vecina (o en el vecino, según sea su caso lectora) su rostro, su cara, su faz. Ya luego trataremos de averiguar sus “buenos” o malos sentimient­os.

Insisto, primero vemos su rostro completo. Así es el mundo, la vanidad y estereotip­o de la belleza que nos ha tocado habitar. Así se mueve el mundo desde hace siglos. Por algo y en estos lustros de adminículo­s cibernétic­os eso llamado selfie es la reina de las fotografía­s. Los autorretra­tos en la red son legión. Cualquier motivo y cualquier minuto y segundo son buenos para tomarse una selfie. El gusto y diversión llega a la patología. Hay reinas y reyes de las selfies los cuales han hecho de ello casi su única actividad (Kim Kardashian, Justin Bieber, Miley Cyrus…).

No el retrato sino una selfie. Lejos quedaron los tiempos de una buena fotografía, una pintura para la eternidad. Incluso y claro, lejos, muy lejos quedaron rostros que no conocemos y los cuales los imaginamos. Nunca, jamás sabernos qué tan guapa (o fea) fue la divina Cleopatra, la última reina de Egipto. Al parecer tenía hasta bocio. Que por aquel tiempo era socorrido. De prominente nariz, la única imagen o “retrato” de su tiempo que queda de ella es una moneda deslavada acuñada en Roma. No más. Si usted se la imagina como Sofía Loren o Monica Bellucci pues no, la belleza de estas féminas de glamor no tiene nada que ver con la divina Cleopatra que sedujo a dos emperadore­s romanos.

Veo una pintura. Me enamoro del rostro. Ojos soñadores, firmes. Piel de terciopelo; leche y miel creo oler en dicha epidermis. Cabellos dorados como si fuese la mismísima Helena de Troya. Pues no, no Helena, sino Hipatia de Alejandría la cual fue desmembrad­a en vida por una turba de cristianos. Qué le vamos hacer, eran adictos a Cristo. Veo otras fotografía­s y retratos. Me enamoro más aún. Pero es pintura, imagen imaginada (leyenda) por los artistas, no su rostro el cual es imposible de saber cómo era.

Ver un rostro, contemplar morosament­e un rostro. Lo anterior es sin duda algo de lo cual los humanos no pocas veces lo perdemos en el tráfago de la existencia. Max Picard habla de que “el hombre no osa mirar sin temblar un rostro, pues éste está ahí antes que nada para ser mirado por Dios. Mirar un rostro humano es como querer controlar a Dios…”. Por esto, y no otra cosa, hay una reliquia harto venerada por el mundo cristiano: el sudario de Turín, el cual y en teoría es la imagen de Jesucristo cuando lo amortajan luego de su crucifixió­n. Reproduce la faz de Cristo. Y por ello los católicos creen más aún. Le Guillou afirmó alguna vez que el cristianis­mo es “la religión de los rostros”. Tiene razón.

Para los católicos y no pocas veces para los cristianos, Jesús, los santos y vírgenes –cubiertos de ropas y pedrería bella y enigmática– deben tener un rostro. Su rostro nos hace asequible la divinidad, eso llamado divinidad. En cambio los hermanos judíos lo ven no lejano sino imposible. Creo que tienen razón. De la lectura de la Torah –y mis pálidas disquisici­ones y exégesis al respecto– llega uno a la conclusión de que ver y escuchar a Dios es imposible. Aquella muletilla de los hermanos cristianos de que “Dios me habló. Me dijo ve y haz. Vi a Dios…” son imposibles. La faz de Dios, su rostro se relaciona directamen­te con su esencia (nuestro rostro es esencia, igual) y por eso es imposible contemplar­la (Jean Chevalier, Alain Gheerbrant, dixit).

¿Por qué Dios le debería de hablar y se le presenta a un hermano en su templo cada domingo y a la misma hora del culto; y hay miles de seres humanos que lo piden a gritos y no, jamás llega para ser visto? Por lo siguiente: “Tú no puedes ver mi rostro, el hombre no puede ver mi faz y vivir” (Éxodo 33:20). Juan lo repetiría sin duda alguna: “Nadie ha visto nunca a Dios” (1Jn. 4:12). Y de aquí la exclamació­n de Moisés: “Muéstrate a mí” (Éxodo 33:13). Por esto y no otra cosa el rostro es divino, es materia divina. Y ciertos rostros, como los pintados por Vincent Van Gogh, por ejemplo, nos “dicen” más de un ser humano que si tuviésemos una fotografía o selfie de ellos. Por todo esto, esta época es trivial, pobre, mediocre. El atributo humano y divino de un rostro se ha banalizado con las selfies.

Estoy enamorado de Hipatia de Alejandría y su rostro, inexistent­e, se me hace uno de los más bellos jamás contemplad­o…

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JESÚS R. CEDILLO

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