Diario de un nihilista
Entre nos, Los Solitarios inventan el soul azteca, una música sí enteca, no de argumentos vicarios
que es melódica sangría de una tristeza emperrada y cuya melancoholía dice todo y dice nada.
Ya con mano macilenta busca el estudiante discos que escucha en cámara lenta, rasgándolos a pellizcos.
Percibe absorto en la tienda ese denso olor que dan, sin que un maniquí se encienda, a petróleo y celofán.
Junto a Manolo Muñoz, unos discos de Beethoven; entrecierra un guardia los ojos, porque no los roben.
La mosca instala su clima en la siesta sin disturbio; el sol cual cíclope encima, con su microscopio turbio. A fines de los LXX había pocos automóviles; si la vida era más lenta, tenía más complejos móviles.
El rock no era un sacerdocio sino un senil espectáculo; para la industria del ocio era Baco con su báculo.
Monótona inmolación encima del escenario, compartir esa pasión era un rito innecesario.
Se administraba Mick Jagger sus dosis de cocaína como con contador géiger, mercancía cara y fina,
mientras tanto sus fanáticos morían en la letrina, respirando como asmáticos unos polvos de aspirina.