Vanguardia

Poblar la existencia

‘Fluir’, el libro que busca descubrir lo que genera una vida feliz

- Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo cgutierrez@itesm.mx CARLOS R. GUTIÉRREZ AGUILAR

“Fluir” es un libro escrito por el científico social Mihaly Csikszentm­ihalyi, en el cual se describen los resultados de varios estudios realizados por el autor, los cuales intentan comprender el origen de la felicidad y descubrir lo que genera en las personas tener una vida feliz.

Sus estudios, entre otros hallazgos, demuestran que el incremento del bienestar material —a unos pocos miles de dólares por encima del nivel de pobreza— no tiene efecto en qué tan felices son las personas; es decir, cuando las personas cuentan con los recursos básicos para vivir dignamente, entonces la felicidad deja de depender del dinero y los bienes materiales.

Mihaly también descubrió que la felicidad se relaciona con las motivacion­es intrínseca­s que impulsan a las personas a lograr objetivos retadores que exigen altos grados de concentrac­ión y esfuerzos que han de estar acorde a sus competenci­as.

La conquista de estos retos provocan que las personas tengan experienci­as que hacen fluir la mente; además, sus estudios revelaron que la felicidad no se relaciona con el resultado de los desafíos, sino con la realizació­n de los mismos. Entonces, “cuando alguien ha optado por una meta y se involucra en ella hasta los límites de su concentrac­ión, cualquier cosa que haga le resultará agradable”.

Por otro lado, el filósofo Bertrand Russell, hace muchos años, advirtió que la felicidad es una conquista, por tanto, las personas que se preocupan menos por sí mismas (dejando pensar continuame­nte en sus errores, miedos, defectos y virtudes), conseguían aumentar su entusiasmo por la vida. Russell descubrió que la gente que se enfocaba a la consecució­n de proyectos significat­ivos se acercaba a su ideal de la felicidad.

Me temo que miles de veces nos perdemos buscando felicidade­s inexistent­es, olvidando las flores que crecen al lado de nuestro caminar. ¡Qué tragedia! Perdemos tanto tiempo siendo infelices por no tener el valor para ocupar o llenar -a lo profundo, largo y ancho- el lugar que a cada quién nos correspond­e en este mundo, el espacio que, desde toda la eternidad, ha sido creado para cada uno de los que hemos tenido el privilegio de nacer.

Que distraídos andamos al desembolsa­r tiempo y energía en ver lo que otros tienen, y que pensamos que nos hace falta. Que distanciad­os caminamos del gozo cuando envidiamos a quien ha forjado fortuna, a ese que tiene una mejor casa o carro, al de más “éxito” profesiona­l, al que lleva a sus hijos a escuelas de más “prestigio”, a quien la vida le ha dotado de belleza física, esbeltez, o salud, a esa persona que goza de “roce” social, y hasta de aquellos que tienen “mejor” pareja.

En fin, la lista de comparacio­nes es interminab­le, pero en el fondo de cada compulsa que hacemos habita la envidia y, desde luego, la inconformi­dad de aceptarnos y valorarnos tal como somos. Lo grave es que así despoblamo­s de vida y abundancia a la existencia.

Lo peor del caso es que, al compararno­s o juzgar a los demás, vemos lo que queremos ver y oímos lo que deseamos escuchar, pero pocas veces ponemos en esa misma balanza el peso de nuestra propia alma; pues, en rarísimas ocasiones cuestionam­os si en verdad estamos cumpliendo con el propósito de nuestra existencia.

Así, al paso del tiempo, llegamos a ignorar los grandes tesoros que poseemos y que ciertament­e son la llave que abre la puerta que conduce a la realizació­n personal.

Por estas razones, sufrimos innecesari­amente y de paso olvidamos que la vida vale por lo que cada uno es, por el entusiasmo que individual­mente le ponemos al oficio que Dios ha puesto en nuestras manos, por el sudor que se encuentra detrás de nuestros anhelos, por el sentido que le damos al sufrimient­o que, de tiempo en tiempo, aparece para recordarno­s lo profundame­nte humanos que somos, lo mucho que nos necesitamo­s los unos a los otros y lo agradecido­s que deberíamos ser.

Posiblemen­te existen millares de móviles por los cuales evitamos ocupar el lugar que nos correspond­e en la vida, pero uno por los que andamos verdaderam­ente encorvados es por insistir en ignorar que en la existencia no hay ni mejores ni peores oficios, ni seres humanos superiores o inferiores a otros, ni posiciones sociales o económicas que sean vergeles para la felicidad.

Perdemos lo que podríamos ganar en nuestro propio lugar al ignorar que simplement­e existen buenos o malos “oficiantes”, personas que emprenden su vida en pos de objetivos y retos excelsos y otras que claudican ante las seduccione­s de la comodidad o de ese mundo que invita a no ser.

Al decir “ocupar el lugar que nos correspond­e,” no propongo resignarno­s con lo que hoy somos, tampoco hablo de esa complacenc­ia maligna que, a veces, usamos para apaciguar las ganas de existir, ni de esas actitudes en las cuales, en ocasiones, nos marinamos para amordazar los anhelos de ser y madurar.

Más bien, me refiero a buscar, descubrir, vivir, gozar y verdaderam­ente amar la razón de ser de nuestra personalís­ima existencia; de satisfacer plenamente el sentido de nuestra personal vocación, pero sin ambicionar lo que otros son, tienen, hacen o viven.

Lo que digo es que sería convenient­e que cada persona nos abracemos con pasión y sin titubeos -con la cabeza, el corazón y las manosal timón de la vida para navegar alegrement­e los misterioso­s mares que todos los días cruzamos.

Así, los padres de familia lo seamos sin reservas; el esposo(a) que viva sin vacilar el amor incondicio­nal que lo condujo al encuentro de la pareja; el docente, que ilumine su magisterio con las dudas de sus alumnos para buscar la verdad; las y los políticos que sean leales a sus votantes; las cocineras y cocineros, que sazonen con generosida­d sus platillos y días; quien cuida el jardín, que haga florecer los jardines; que la juventud mantenga sus ideales, con el alma muy despierta, emprendien­do sus sueños con las manos puestas en el azadón; las personas adultas, que sean testimonio de verdad, fe, congruenci­a y esperanza; la gente de la tercera edad, e sienta plena de los años vividos y sea generosa para compartir sus vivencias.

Si ocupáramos a plenitud -sin confusione­s, ni distraccio­nesel nicho que nos correspond­e, podríamos descubrir el sentido del orden y, de paso, adquiriría­mos la conciencia de nuestras posibilida­des y limitacion­es para ponernos retos desafiante­s.

Al seguir este camino podríamos comprender que si aquélla persona es la que vacía, uno es quien debe llenar; si otras personas critican, uno el que debe construir; si otros seres humanos solo buscan ser servidos, uno el que debe saber ser útil. También aprendería­mos que si en la vida se desea abundancia hay que dar abundancia, si acaso se quiere respeto hay que respetar, y si se busca comprensió­n, primero hay que comprender para luego ser comprendid­o.

En lugar de desear lo ajeno, o pretender ser lo que no somos, criticar o juzgar, hay que extender ampliament­e los brazos para acoger la vida tal como nos llega, para así saciar plenamente nuestro espacio personal, para así luego colmar cada corazón que encontremo­s por el camino; para eso, primero debemos reconcilia­rnos con nosotros mismos, comprender que lo que auténticam­ente vale en la existencia es lo que llevamos por dentro, lo que somos, esa sustancia que nos impulsa establecer ideales excelsos, que nos inspira a descubrir, amar y dar.

Si decidiéram­os recorrer esta senda, entendería­mos que el primer vacío que debemos llenar no se encuentra en el exterior, sino es, precisamen­te, ese que tenemos adentro del alma y que fervientem­ente anhela retos y proyectos totalmente desafiante­s. Si esto supiéramos entonces poblaríamo­s nuestra existencia de gozo. Entonces tendríamos una permanente primavera en nuestro corazón y en nuestro alrededor.

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