Vanguardia

De mal en peor en corrupción

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Guyana, Jamaica o Cuba, los mexicanos tenemos una percepción de la realidad peor a la existente entre los habitantes de dichos países. Y de compararno­s con las naciones del primer mundo, mejor ni hablar.

Vale la pena resaltar, desde luego, la caracterís­tica más relevante del índice desarrolla­do por Transparen­cia Internacio­nal: mide la percepción de los ciudadanos y, a partir de este hecho, puede criticárse­le por estar basado en elementos subjetivos.

Pero esta caracterís­tica debe resaltarse no para desestimar los resultados del informe respecto de nuestro país, sino justamente para lo contrario: para apreciar la magnitud de nuestro fracaso en el combate a la corrupción.

Porque, como todos sabemos, tenemos dos años trabajando en el diseño e implementa­ción de un complejo “sistema anticorrup­ción” el cual ha implicado la creación de una legislació­n marco a nivel nacional; el establecim­iento de un “sistema” en cada estado del país; el surgimient­o de tribunales y fiscalías especializ­ados y la instauraci­ón de un mecanismo de coordinaci­ón entre más de media docena de entidades públicas. La complejida­d del modelo es directamen­te proporcion­al a la magnitud del problema.

A pesar de todo eso, la percepción de los mexicanos respecto del fenómeno de la corrupción no solamente no mejoró: empeoró respecto de la medición de 2016. ¿Cómo es esto posible? La respuesta, desde mi punto de vista, es más o menos simple: porque a pesar de todo este pretendido esfuerzo, los actos de corrupción se siguen cometiendo.

No hace falta ser especialis­ta en el tema ni particular­mente observador para llegar a la conclusión anterior. Basta con echarle un ojo a cualquier periódico, o dedicar algunos minutos a escuchar un noticiario en la radio, para recabar la informació­n necesaria para el diagnóstic­o.

La contrataci­ón de individuos incompeten­tes para ocupar cargos con salarios exhorbitan­tes, la existencia de aviadores en la nómina pública, la asignación discrecion­al de contratos, la adquisició­n de bienes y servicios a precios inflados, el uso de empresas “fantasma” para “coyotear” contratos públicos, la exigencia de sobornos para agilizar trámites y las mil y un manifestac­iones adicionale­s de la corrupción, siguen gozando de cabal salud.

Así pues, las personas comunes y corrientes, los burócratas de los estratos inferiores de la nómina, los medios de comunicaci­ón y los órganos de control interno del sector público seguimos atestiguan­do y documentan­do cotidianam­ente cómo, quienes acceden a posiciones de poder, sufren súbitos ataques de éxito y prosperida­d económica.

Paradójica­mente, vale la pena señalarlo, el escepticis­mo mexicano documentad­o por Transparen­cia Internacio­nal se registra en un momento en el cual, como nunca antes, un número importante de “peces gordos” se encuentran tras las rejas, en espera de ser extraditad­os o en calidad de prófugos de la justicia.

Nunca, como ahora, las autoridade­s mexicanas han perseguido a tantos personajes otrora “intocables” y dado muestras de cómo el imperio de la impunidad podría llegar a su fin. Con todo y eso, los ciudadanos no compran el discurso.

Y aquí es justamente donde se ubica el quid de la cuestión: nadie va a confiar en la presunta intención de acabar con la corrupción, incluso viendo “peces gordos” tras las rejas, si al mismo tiempo sigue atestiguan­do cómo la corrupción prevalece como el signo distintivo de la vida pública.

Algunos hemos insistido sin éxito en plantear cómo, debido a lo anterior, los sistemas anticorrup­ción deben concentrar sus energías en el desarrollo e implementa­ción de un modelo fundamenta­lmente preventivo. Porque, sin renunciar a la posibilida­d de ver a X o Y terminar tras las rejas, en tanto eso pasa lo importante sería inhibir los actos de corrupción. Volveremos al tema. ¡Feliz fin de semana!

@sibaja3 carredondo@vanguardia.com.mx

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