Lapso sacro

A un paso del Domingo de Ramos que conmemora, celebra y contempla.

Llega Jesús a Jerusalén. Monta un burrito. La gente sencilla sale a recibirlo. Cortan ramos en los árboles para agitarlos al aire. Algunos tienden grandes tapetes a su paso. Todos lo aclaman, especialmente los niños. Le dan la bienvenida, reconociéndolo como hombre sagrado que viene a traerles sabiduría y paz.

No sabemos si algunos de los que ahora se unen a la ovación gritando ¡hosanna!, en clamor de homenaje, serán los mismos que gritarán ¡crucifícalo!, como condena adelantada.

Jerusalén es una ciudad peligrosa para Jesús. Se asombran los discípulos cuando les anuncia la decisión de ir. Los samaritanos, ya en el camino, se resisten a dar hospitalidad al caminante cuando saben el rumbo que lleva. Hay distanciamiento entre los judíos y los de Samaria hasta en el culto. Aquellos lo hacen en el Monte Garizim y no en Jerusalén.

Los que tienen poder religioso lo quieren atrapar porque lo consideran blasfemo al llamarse Hijo de Dios. Los del poder político lo buscan porque lo consideran un rebelde contra el César al proclamar un reino. Pero Jesús sabe que tiene una misión y la cumple con valentía y fidelidad. Su mirada y su atención se fijan en “su hora”. Es el momento del sacrificio redentor en el Calvario.

El fruto espiritual de este paso se produce en la celebración litúrgica. Hay también, para todos, palmas y aclamaciones. Se reafirma la fe al contemplar la entrega del Salvador a la voluntad de su Padre y al bien de toda la humanidad. Se aclama su reinado espiritual de verdad y vida, y su mesianidad por su filiación divina.

Queda para la vida la enseñanza de humildad, de valor, de entrega generosa de quién hace suyo todo lo humano, para que todo lo humano pueda participar plenamente de lo divino. El Domingo de Ramos puede significar, para muchos, la entrada del Hijo de Dios en los pasos y en el horizonte de su vida hasta más allá del tiempo terrenal...