Vanguardia

Mitos y motes

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

En Santo Domingo, municipio de Ramos Arizpe, vivía don Zeferino. Tenía el recio carácter de los habitantes de esas tierras, de los cuales se dice que son más tercos que una mula. “Cabezones” son llamados los ramosarizp­enses, no por el tamaño de su cabeza, que suelen tenerla de proporción normal, sino por la dureza de su cráneo y por aquella tozudez ya proverbial que ha hecho asegurar a algunos que los de Ramos pueden parar un tren a topes. No muy grande el tren, naturalmen­te, pero sí regular.

Nadie recuerda ya el apellido de don Zeferino. Debe haber sido Del Bosque, Morales, Coss, Saucedo o Gil; cualquiera de los apelativos tradiciona­les en la antes villa y ahora próspera ciudad. El caso es que nadie conocía a don Zeferino por otro nombre que no fuera su apodo: el tío Chileta.

¿Por qué se le apodaba así? La palabra “chileta” no es de mucho uso en la comarca. Entre nosotros la usaba solamente Emilio Zertuche Garza, gran fotógrafo de las cosas de México y excelente amigo. Cuando Milito quería manifestar que alguna cosa carecía de valor solía decir: -Vale pa’ pura chileta. En el caso de don Zeferino Chileta ese vocablo tenía otra significac­ión. O, más bien, otras dos significac­iones.

Sucede que un buen día enfermó don Zeferino. Se le trató con hierbas y tisanas; le fue aplicada toda la farmacopea de remedios caseros conocidos. No sintió alivio el enfermo. De Saltillo llegó un doctor a verlo, y recetó costosas medicinas. El tío Zeferino se puso peor.

-Ándenles -ordenó su esposa a los muchachos-. Váyansen pa’l Saltío y tráiganle la caja a su papá, que de ésta no se salva.

Atribulado­s hicieron los hijos el viaje a la ciudad; le compraron a Chuy Moya una caja de muerto y regresaron con ella a Santo Domingo. Para entonces don Zeferino ya estaba privado del sentido. Acezaba penosament­e al respirar; parecía que en uno de esos jadeos iba a soltar el alma.

Pusieron los hijos el ataúd en el cuarto de su padre, al fin que de nada se daba cuenta ya. Mas sucedió que de repente abrió los ojos don Zeferino, y vio el féretro recargado en la pared.

-¡Ah, cabrones! -bufó sentándose en la cama-. ¿Conque hasta el cajón trujeron ya? ¡Pos ‘ora, pa’ que se les quite, pura chileta que me muero!

Y no se murió don Zeferino. Recuperó milagrosam­ente la salud, como si la visión del ataúd hubiera sido mirífico medicament­o. No sólo eso: pareció cobrar nuevo vigor. Agarró un segundo aire. Su esposa se veía siempre ojerosa, pues todas las noches, sin faltar ninguna, la requería don Zeferino para ejercicios que la traían agotada. Los seis hijos del matrimonio fueron aumentando su número hasta llegar a 15. Esa hazaña es mayor si se toma en cuenta que a causa de un reumatismo mal cuidado la señora estaba paralítica desde hacía luengos años, y vivía en la cama. De ahí quizá tal abundancia de hijos: no batallaba don Zeferino para hallarla, y ella no se le iba.

Este relato viene en el sabroso libro “Cuentos, dichos y chistes del norte”, de Antonio Rodríguez Castilleja. Declara él que no sabe si a don Zeferino Chileta le pusieron ese apodo por lo que dijo –“¡Pura chileta que me muero!”- o por lo que hizo, es decir, por los 15 hijos que tuvo con su esposa.

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