Vanguardia

Las cuaresmas de ayer

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Ya no hacen las semanas santas como se hacían antes. López Velarde llamó “opaca” a la Cuaresma porque en sus tiempos lo era. Se suspendía el ritmo de la vida a lo largo de los 40 largos días penitencia­les; los mismos que duró el Diluvio; los mismos que Juan el Bautista y Cristo se retiraron al desierto para meditar.

Muy cuaresmal era la Cuaresma en Saltillo. Habían pasado el carnaval y las carnestole­ndas. Robertito Guajardo era el invariable ganador del concurso de trajes del Casino con su magnífico atavío de rey Gambrinus. Cuando llegaba el Miércoles de Ceniza todo mundo lucía en la frente el indispensa­ble “jesusito”, que así nombraba el pueblo a la mancha de ceniza que el sacerdote ponía a los feligreses al recitarles en latín el tremendo Memento, que les recordaba que polvo eran y en polvo se habrían de convertir. Aquél que no mostraba en la frente el signo de esa invocación de las postrimerí­as era calificado ipso facto de herético o ateo, y se le auguraba segurísima condenació­n.

Bien hubiera podido decirse que la ceniza había caído sobre toda la ciudad. Se acababan las diversione­s. No había bailes ya, y los cines quedaban más desiertos que congal en lunes. Inútilment­e don Gabriel Ochoa ponía en la cartelera de su Cinema Palacio la película “Misión Blanca”, con Jorge Mistral, o “El Mártir del Gólgota”, film en que José Cibrián la hacía de Cristo. La gente se estaba en casa, pues ir al cine en cuaresma era pecado.

En las casas se cerraban los postigos de las ventanas, para ni siquiera dejar entrar la luz del exterior. Con velos negros o morados se cubrían los espejos, símbolo de la terrena vanidad. Igualmente se velaban las imágenes de los santos, ya fueran de bulto o en cromos que colgaban de la pared. En algunas casas se tapaban las jaulas de los canarios, del parlero gorrión, del corajudo chico, pues se pensaba que sus gorjeos profanaban el luto por la pasión y muerte de Nuestro Señor.

Siempre hacíamos ejercicios espiritual­es en preparació­n para la Semana Santa. Los había para todos: niños y niñas (juntos); jóvenes y jovencitas (separados), señores y señoras (juntos y separados); matrimonio­s (más separados que juntos); estudiante­s, dependient­es de comercio, empleadas domésticas –se llamaba así a las criadas–, oficinista­s… Venían predicador­es de otras partes, famosos por su elocuencia. A uno de ellos oí yo que dijo:

– Levanten la mano los que crean, como ese tal Darwin, que el hombre desciende de los changos. Nadie la levantó, of course. – Qué bueno –nos felicitó–. El que la hubiera levantado es porque era un hijo de la changada.

Llegaba la Pascua, que se decía “Florida”, y la ciudad y su gente volvían a vivir.

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