Vanguardia

De la pasión a la pensión

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El otro día fui a comer en un restaurant­e, en Monterrey. Fui al baño a lavarme las manos. Un hombre joven que desahogaba ahí una necesidad menor me clavó fijamente la mirada y me dijo estas palabras sibilinas:

–El corazón tiene razones que la razón no conoce.

Realmente me sobresalté. ¡Tantas cosas pueden suceder en un baño de restorán! Cauteloso, retrocedí unos pasos en busca de la puerta. Me dijo entonces él:

–Usted fue mi maestro de Literatura en el Ateneo. Nunca he olvidado esa frase de Pascal que nos enseñó.

Me volvió la calma. Y aun en aquel lugar tan poco propio volví a sentir ese calor de corazón que llega a mí cuando me encuentro en alguien que algo encontró en mí.

Fui maestro por más de 40 años. Empecé a dar clases –apenas concluía el bachillera­to– en un colegio que no existe ya: el Plancarte. Cuando llegué el primer día vi en la sala de la dirección una serie de cuadros de la Virgen en sus diferentes advocacion­es. Una novicia jovencita me fue señalando las estampas:

–Ésta es la Virgen del Carmen… Ésta es Nuestra Señora del Rosario… Ésta es la Virgen de la Luz...

Vi otro cuadro. –Y ésta ¿qué virgen es? –Ésa no es virgen. Es la Madre Superiora. Después fui profesor en el Colegio Zaragoza. De él fui alumno en mi niñez, y guardo recuerdos imborrable­s. En el CIZ estudiaron también mis cuatro hijos, y recogieron en sus aulas el espíritu de La Salle, generoso, que enseña a amar a Dios a través de sus criaturas. Doy gracias a ese benemérito plantel, pues sembró en mis hijos –y siembra ahora en mis nietos– valores e ideales que hicieron de ellos lo que para mi orgullo son. Tres generacion­es de lasallista­s damos testimonio de la obra del Zaragoza, colegio invicto y triunfante...

Luego entré a dar clases en la Universida­d. ¡Qué alta distinción! Los que ahora la tienen deberían estimarla en lo que vale. Fui profesor, primero, en el Ateneo glorioso. Llegué –¡quién lo dijera!– como suplente del maestro Ildefonso Villarello, que había dejado algunas de sus clases para desempeñar un cargo de administra­ción. Fue él mismo quien me recomendó para sustituirl­o en esos cursos, pues fui su alumno en la Preparator­ia. Luego di clases en la Escuela de Leyes, y en la de Ciencias de la Comunicaci­ón. Durante 40 años el magisterio fue mi vida. La del maestro es una hermosa vida.

No la extraño demasiado, pues mis conferenci­as son como una clase, y por ellas me veo otra vez en el aula. Pero me asombra aún mi tránsito, tan rápido, de la edad de la pasión a la edad de la pensión.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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