Un tiempo para nosotros
Definitivamente hoy no escribo sobre lo usual, tengo la necesidad de hacer un alto en el camino y darme la oportunidad de pensar, meditar y reflexionar sobre lo que he vivido, sobre mi familia, sobre la sociedad de la que soy parte. Quienes profesamos la fe católica estamos viviendo una de las conmemoraciones más importantes y significativas, la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios, que vivió y sufrió como hombre el misterio de la muerte. Conoció en carne propia la naturaleza humana, sintió y padeció como simple mortal lo que aqueja el espíritu de la criatura que su Padre Celestial hizo a su imagen y semejanza. Hay quienes aprovechan la semana para salir de vacaciones, relajarse, dejar atrás la rutina y tomar un merecido descanso, y eso es sano, pero debiéramos siempre dejar un espacio para no olvidar el significado especial de la semana mayor.
Es propicio este tiempo para la renovación de nuestra fe y para la reconciliación con nuestros hermanos, apartando la discordia, las confrontaciones y cuanto nos vuelve difícil la comunión con los demás. La meditación, ese viaje interior es necesario, nos da la oportunidad de mirar nuestra vida, de aliviar lo que nos afecta y de fortalecer nuestra esperanza. Tenemos que darnos el regalo de la rehabilitación espiritual.
El consumismo en el que discurre nuestra existencia nos ha llevado a olvidar los valores que le dan sentido a ésta, los que la colman y ponen por encima del tener el Ser. Privilegiar el tener nos vuelve mezquinos, nos hace insolidarios, nos quita la alegría de dar, nos desintegra como personas y nos subordina a la oquedad del materialismo. Por eso hoy día hay personas que teniéndolo todo en términos de bienes y dinero, no saben ser felices, se aburren y se asquean de cuanto existe, son buscadores eternos de satisfacciones, padecen una sed que no se sacia con nada.
Por lo contrario, cuando es el Ser el que alienta y motiva respondemos a la acción del Dios que nos creó. Entonces se suele extender la mano para ayudar a quien lo necesita, entonces compartir de lo que tienes —no de lo que te sobra— se convierte en una necesidad inseparable de tu existencia. Las personas que disfrutan dar son inmensamente felices.
Hoy me conmueve más que nunca la fe de mi madre en Dios, tengo sus palabras sonando en mi cabeza, me lo decía cuando se arrodillaba con devoción ante la imagen del Cristo de rostro ensangrentado, de ropas ultrajadas, coronado con las espinas clavadas en su cabeza: “La Semana Santa es para recordarnos que Jesús está vivo. Fue humillado, vejado, crucificado y enterrado, pero nunca murió, volvió de entre los muertos y subió al cielo con toda su gloria. Murió por nosotros para salvarnos del pecado y para que el día que nos toque irnos para siempre podamos gozar con Él de su gloria eterna”.
La fe en Dios es uno de los regalos más grandes que mi madre me dio, es esperanza también. Espero habérsela transmitido a mis hijos, porque como alienta y conforta en las horas oscuras del desaliento físico o del alma.
Pero hay quienes no creen, y los ha habido desde siempre, incluso quienes convivieron con él, como Tomás, no creía que había resucitado. Fue a él a quien el rabino de Galilea le dijo: “Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo, ¡cree!” Creer por fe es algo maravilloso.
La resurrección se convirtió en el mundo de los primeros cristianos en el vínculo que los unió fuertemente y los llevó a diseminar la semilla del humanismo más dulce que ha existido y existe sobre la tierra. Cristo venció a la muerte. Su amor la abatió, con eso se instauró su reino. Son la solidaridad y el amor los símbolos de una vida resucitada. Como nos hacen falta en nuestros días, es momento de vivirlos a plenitud… Hacerle un bien al prójimo trae alegría a quien lo recibe pero también a quien lo da.
Felices Pascuas. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion
ENRIQUE DE LA MADRID
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> Para entender Odebrechtméxico Jean Cusset, ateo todo el año menos en primavera, dio un sorbo a su martini —con dos aceitunas, como siempre— y continuó:
—Algunas religiones odian la felicidad. A la alegría y la dicha las ven como pecados. Imputan a los hombres una culpa de origen que los condena a un eterno castigo; predican una vida de sufrimiento y sacrificios, y luego les ofrecen una salvación por la cual deben pagar igual que por una mercancía.
—Yo creo —siguió diciendo Jean Cusset— que nacemos con la vocación del bien y la felicidad. Una bella religión, por tanto, sería aquélla que nos enseñara a ser felices siendo buenos con nosotros mismos y con los demás. En el bien es donde debemos buscar la salvación. Y hemos de buscarla con alegría, sobre todo si somos cristianos y creemos que se cumplió el inmenso sacrificio que nos redimió. Seamos felices y ayudemos a que lo sean los demás. Seamos buenos y agradezcamos la bondad que se nos da. En eso, en el amor, estriba nuestra salvación.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini. Con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!...