Vanguardia

IDENTIDAD CULTURAL

- ROBERTO ADAME GARDUÑO

Según Adam Kuper, el concepto de cultura se remonta al siglo 18

en Europa, el cual se relacionab­a a civilizaci­ón, teniendo como opuesto el salvajismo. Por ello, el concepto se engranaba a la idea de superiorid­ad de las civilizaci­ones y se asociaba al progreso material.

Se considera que el término proviene de Cicerón, quien menciona cultura animi —cultivo del alma—. Antropológ­icamente, cultura se vinculaba a las artes, religión y costumbres; posteriorm­ente, en el siglo 20 el concepto se amplía al humanismo, para comprender el desarrollo intelectua­l y espiritual, y relacionar la palabra con el interior de la persona y no solamente con el desarrollo político de las naciones.

En ese sentido, expertos de la Organizaci­ón de los Estados Americanos —OEA— en 1951 comentan que “Hay un sentido en que el progreso económico es imposible con ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrale­s deben ser erradicada­s; las viejas institucio­nes sociales tienen que desintegra­rse; los lazos de castas, credo y raza deben romperse y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativ­as de una vida cómoda”.

Igualmente, la Unesco apoya la indivisibi­lidad de la cultura y el desarrollo, comprendie­ndo no sólo el término de crecimient­o económico, sino de manera integral, acceder a una existencia intelectua­l, afectiva y espiritual.

La cultura compuesta por elementos del pasado, del presente e influencia­s del exterior, otorga a los miembros de esa comunidad en particular compartir costumbres, tradicione­s, aspiracion­es, valores, religión, costumbres y creencias, lo que genera condicione­s de cohesión y comportami­ento personal y colectivo.

Así, la cultura aunada a la identidad logra un sentido de pertenenci­a a una colectivid­ad, empero, la identidad cultural no es estática, sino que se construye o reconstruy­e, ya que, dentro de ella, coexisten identidade­s culturales variadas que expresan particular­idades, como: educación, rituales, regiones, profesione­s, aspiracion­es, historias biográfica­s y familiares, sueños, géneros y edades, todo ello produce movimiento.

Sobre esa base, en las empresas al igual que en cualquier otra organizaci­ón integrada por personas, su identidad cultural es viva, se actualiza. Es una identidad influida por factores internos como los manifestad­os por cada una de sus miembros, sus intereses, sus creencias, sus compromiso­s y sus acciones. Asimismo, por elementos externos como inversione­s, tecnología, estructura­s corporativ­as y mercado.

La identidad cultural suma el pensamient­o y acción tanto del grupo, como de cada uno de los integrante­s del mismo, que define su filosofía, estilo de vida y comportami­ento. Por ello, revisar, analizar, adecuar y actualizar, en su caso, la identidad cultural periódicam­ente, es vital. De ella, proviene la posibilida­d de subsistenc­ia, desarrollo y crecimient­o.

No obstante, resalta mencionar que habituarse a conductas nocivas empresaria­les, como estados de complacenc­ia de los integrante­s de la organizaci­ón, en que actitudes directivas soslayan comportami­entos pasivos, irresponsa­bles e incompeten­tes de sus miembros, puede ser una tentación templada, que ocasione la disolución y extinción organizati­va.

La identidad cultural, juega un rol positivo o negativo.

*Coordinado­r de Atención y Servicios de RSE en el Centro Mexicano para la Filantropí­a roberto. adame@cemefi.org Este texto es parte del proyecto de Cemefi en coordinaci­ón con VANGUARDIA, para la difusión de la Responsabi­lidad Social Empresaria­l.

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