Los rostros de la fe
En cada uno de ellos, el rostro de quien motivó estos días consagrados a recordar el sacrificio de un ser humano, que en su paso por esta Tierra proclamó el amor, la bondad, la caridad.
Es el rostro, el sábado anterior al Domingo de Ramos de la dulce religiosa que, hincada, coloca amorosamente una a una las flores que adornarán el altar en un bellísimo arreglo blanco. Vuelta de espaldas a los feligreses, se afana en su tarea en una austera iglesia de la ciudad, con dulzura y sin prisas. Pero sí, con decisión. Cada movimiento lleva una enorme precisión: de una tina color gris saca cada pieza, fresca y húmeda. Le retira parte del tallo y abandona momentáneamente las tijeras a su diestra, sobre el piso. Acomoda la flor en el arreglo, y sin voltear de nuevo, toma otra vez las tijeras para hacer un corte más en el siguiente tallo.
Se adivina, no se puede mirar, el rostro. La decisión, el coraje en la elección de esta vida monacal. Postrada, en cada movimiento rinde un acto de fe. El silencio acogedor de la iglesia; las sombras de la tarde, una penumbra suave. Una fresca brisa, viento campestre.
Es, también, el rostro, la mañana del Viernes Santo, del joven que hace el papel de Jesucristo en la representación del Vía Crucis en un barrio del centro de Saltillo, los alrededores de la iglesia de San Juan Nepomuceno. Bajo vigorosos rayos de sol, asoma en él la dignidad y emoción, sentimientos unidos en esta representación, que irá de la Plaza Coahuila, caminará por General Cepeda, tomará la calle de Escobedo y llegará al templo. Lo hará observado por centenares de personas y otras tantas lo esperan ya en el punto final, donde se hará el acto sublime de la jornada, con él atado en la Cruz.
Este mismo joven representará a Jesús en la tarde, cuando sea quien abra la Procesión del Silencio, al salir de Hidalgo para llegar a la iglesia de San Esteban. Decenas de personajes lo harán, al son acompasado del tambor: La Virgen María, Caifás, los centuriones, los nazarenos que portan el capirote y con este ocultan sus devotos rostros; la gente sencilla de pueblo; danzantes; una pequeña banda integrada por niños, jóvenes y adultos. Son sus rostros también, en esos días de Semana Santa.
Y es el rostro de esta anciana envuelta en un rebozo gris, sentada en el suelo para la que todos los días son los mismos días. La diferencia es que esta noche la Procesión pasará cerca de ella. Su rostro, curiosa y coincidentemente con los nazarenos que portan el capirote, está parcialmente cubierto. Lleva un cubrebocas azul y pide limosna en la calle de Ocampo, justo en frente del sitio en que se han instalado puestos de comida: elotes con crema; papas fritas y hot dogs.
En esa anciana, ahí, en medio de la Procesión: el rostro de Aquel ser humano que dejó un mensaje de paz y caridad. La mujer, ahí, frente a un par de rostros más: dos chiquillos que cruzan la calle Allende y que por poco son atropellados por un motociclista que circula a toda velocidad por en medio de la multitud que avanza tras la imagen de la Virgen María, burlando toda autoridad presente y arriesgando las vidas de decenas de personas. El sujeto que nunca falta, el bravucón y mal intencionado. Usted lo conoce: el fanfarrón de siempre.
Ese par de chiquillos que, decíamos, cruzaron la calle para comprar un paquete de galletas y una botella de agua. La entregan a la anciana y adivinan en ella su sonrisa, pese a que el cubrebocas le impide asomarla.
La religiosa; el Jesús del Vía Crucis y sus personajes en la representación; estos niños y esta anciana: los rostros de Aquel que vino a predicar el amor y dejó una huella de esperanza en la Tierra.