Vanguardia

Plaza de almas

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El corazón tiene sinrazones que la razón no conoce. Perdóname, sobrino, esa dudosa variación sobre el tema pascaliano. Sucede que anoche, en la duermevela, me hice una pregunta que ahora te hago a ti. La pregunta es ésta: ¿puede un hombre morir de tristeza? No pienses que la cuestión es vana o cursi. Antes bien es seria y es profunda; tiene la solemnidad y la hondura de la muerte. Conozco casos que darían respuesta afirmativa a esa interrogac­ión. Voy a citarte uno que nos es cercano. ¿Te acuerdas de don Rosendo y doña Luisa, nuestros vecinos en la calle de Santiago? Vivían en aquella casona que tenía fachada de ladrillo y grandes ventanales con postigos, casi en la esquina con el callejón del Caracol. Un día esos esposos discutiero­n –nadie supo jamás la causa de la discusión–, y desde entonces no volvieron a dirigirse la palabra. En tal silencio vivieron 30 años, la señora en su cuarto del lado sur del gran patio de la casa; el señor en su habitación del lado opuesto. Por la mañana ella les decía a las hijas: “Vayan a ver cómo amaneció su papá”, y él les decía a los hijos: “Vayan a ver cómo amaneció su mamá”. Y eso era todo. Un día doña Luisa amaneció sin vida. Murió durante el sueño. Le dieron la noticia a don Rosendo, y tres horas después el señor cayó muerto de repente, siendo que estaba bueno y sano, fuerte como un roble, si me permites usar esa comparació­n arbórea tan usada. Un médico dictaminó que había muerto del corazón. Era verdad. Pero no murió de una cardiopatí­a. También eso es verdad. Te digo, Armando, que un hombre puede morir de tristeza, aunque la literatura romántica haya reservado esa clase de muerte para la mujer. Otro ejemplo te convencerá de mi teoría, si es que no estás ya convencido. Ayer fuimos a despedir a mi amigo el Paradigma. Antes te habría dicho: “Ayer fuimos a enterrar a mi amigo el Paradigma”. Pero ahora ya no se acostumbra enterrar a la gente; casi siempre se le incinera. Por eso, para no entrar en detalles funerarios, te dije que ayer fuimos a despedir a mi amigo el Paradigma. Se llamaba Juan Fernández, así, sencillame­nte, pero le apodábamos el Paradigma por su manía de usar constantem­ente esa palabra: paradigma. “Sigamos el paradigma que nuestros padres nos dejaron”. “Fulano es paradigma de honradez”. “Hagamos de nuestra vida un paradigma”. Y así. El Paradigma era viudo. Un viudo muy especial. A los pocos años de casado su esposa lo dejó para irse con otro hombre. Juan sintió mucho el abandono, claro. Quizá en otras circunstan­cias se habría suicidado, pues era paradigma de emociones, o se habría entregado a la bebida; pero tenía que ver por sus hijos, a los que la mujer abandonó también. Al parecer, la señora no era paradigma de nada. Juanito no se juntó con otra, ni se le conoció jamás trato con alguna. En esa soledad vivió hasta llegar a los 70. Un día se enteró de que su esposa había muerto. Noches después, entrado en copas, lloró en mi hombro y me confió que ahora que había muerto el amor de su vida se sentía solo. ¿Puedes creerlo, Armando? Ni siquiera había vuelto a ver a su mujer en todos ese tiempo y, sin embargo, sentía su desaparici­ón como si siempre hubiera estado con ella. No me lo explico. Tú me conoces bien, sobrino; conoces a tu tío Felipe, y sabes por lo tanto que no soy hombre de emociones. Las emociones son cosa del alma, y yo soy hombre de pasiones, que son cosa del cuerpo. Con mi alma platico muy sabrosamen­te, pero con mi cuerpo gozo más sabrosamen­te aún. Pues bien: déjame decirte que me emociona el caso de mi amigo el Paradigma. No sé por qué. Tendré que preguntárs­elo a mi alma la próxima vez que platique con ella… FIN.

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