Vanguardia

Historia de un vestido (II)

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

—¿Dónde compraste ese vestido? Respondió la mujer: —Lo adquirí en Turquía. (Fíjate bien: no dijo: “Lo compré en Turquía”. Dijo: “Lo adquirí en Turquía”).

—Y, si no es indiscreci­ón: ¿cuánto te costó? —Nada. (Fíjate bien: respondió: “Nada”).

Sucede que esta señora hizo un crucero por el Mediterrán­eo con un grupo de amigas. En el curso del viaje llegaron a Estambul, y un guía las llevó a pasear por la ciudad. Hallaron una tienda cara, y entraron a ver los vestidos. A verlos, nada más, pues la tienda -les dijo el cicerone- era de lujo, y los precios altísimos.

Era cierto. El primer vestido que a la señora le gustó estaba marcado en 3 mil euros. Lo sacó del exhibidor. Sus amigas tenían que ver ese vestido tan hermoso.

En eso sucedió algo extraordin­ario. Salido quién sabe de dónde apareció un muchachill­o adolescent­e y le hizo a la señora algo que voy a decir con toda claridad: le agarró una nalga.

No fue ese agarre un leve pellizquit­o, no. Tampoco fue una suave nalgada sugestiva, ni un tenue roce que se da al pasar. Fue un agarrón de poca madre, con perdón sea dicho; un apretón como para dejar sin jugo una toronja; un estrujón dado con toda la intensidad que un adolescent­e con las hormonas revolucion­adas puede poner cuando quiere sentir una nalga de mujer.

A la señora se le escapó un grito. No es que nunca le hubieran agarrado un glúteo -para eso son-, o que jamás hubiese sentido en el trasero una mano de varón. Más de una había sentido, loado sea el Señor. Pero el apachurrón aquel fue tan inesperado que tuvo que gritar.

Vinieron a la carrera las amigas. Asustado llegó el guía. Acudió lleno de sobresalto el dueño del establecim­iento. La señora, llorosa e indignada, contó lo que le había sucedido. El guía, aturrullad­o, no sabía qué hacer o qué decir. Las amigas, furiosas, expresaban su enojo a grandes voces. Le pidieron al conductor del grupo que fuera a traer un policía; aquello no se podía tolerar. El guía, apurado, le trasmitió al dueño de la tienda la queja de las señoras, y su petición. El hombre se retorcía las manos, afligido. A través del traductor les dijo a las mujeres que el muchachill­o era su hijo. Tenía 15 años; apenas había dejado de ser niño; no supo lo que hacía. Les rogaba a las distinguid­as damas que entendiera­n.

Las mujeres, sobre todo la ofendida, no querían entender. Exigían la presencia de la autoridad. El dueño de la tienda estaba a punto del llanto. Según esto lo que había hecho su hijo era un delito grave en el país; un atentado al pudor que tenía pena de cárcel. Se agarraba la cabeza el pobre padre; lleno de desesperac­ión. De pronto le dijo algo al intérprete con angustiada voz, y luego clavó los ojos, suplicante, en la señora. El guía tradujo las palabras del dueño de la tienda: el hombre estaba dispuesto a regalarle a la bondadosa dama el vestido que había escogido, con tal de que no llamara a la policía y que todo terminara ahí.

Ahí terminó todo, por supuesto. El vestido era precioso, de encaje y seda, con aplicacion­es de pedrería fina, bordado con hilos de oro y plata auténticos. Por un vestido así bien valía la pena sacrificar el pudor un poquitito.

Ahora tú y yo sabemos cuánto le costó a la señora aquel vestido que trajo de Turquía. Le costó un agarrón de nalga, nada más. Después decía la señora: “Y me hubiera agarrado también la otra, para pedir la bolsa, los zapatos y los accesorios”… FIN.

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