Vanguardia

Bombardear la casa del dictador

- CARLOS LORET DE MOLA A.

La primera vez que pasé frente a su casa me quedé sorprendid­o de lo expuesta que estaba. Para ser un dictador amenazado por las grandes potencias internacio­nales, desafiado por un grupo de rebeldes opositores y asediado por la organizaci­ón terrorista más poderosa del momento, el edificio como de departamen­tos donde está la vivienda de Bashar Al-assad no tenía mayor protección ni seguridad.

Era noviembre de 2012. Estábamos en Damasco, Siria. Pensé que había de dos: Alassad no vivía realmente ahí sino en algún sitio secreto al que no pudieran llegar los misiles de sus enemigos, o estaba bastante tranquilo con la escaramuza internacio­nal en torno al país que ha dominado su familia por décadas.

En Damasco todo mundo sabía dónde vivía el Presidente. Claro, uno no podía grabar ni tomar fotografía­s. Protocolo habitual. Pero frente al sitio pasaban decenas de vehículos por minuto, incluso en tiempos de guerra: está en una de las avenidas más transitada­s de la capital siria.

Pero ninguno de sus adversario­s se metía con la casa ni con la oficina de gobierno de Al-assad. Y eso que en Damasco se escuchaba una explosión cada diez minutos. De pronto un misil, quizá una granada, eso sonó como coche bomba...

Si nadie le pegaba a la casa del dictador era porque no podía llegar o porque no quería impactarla. Segurament­e los rebeldes que soñaban con derrocar a Bashar hubieran deseado llegar, pero sólo usaban vehículos terrestres y siguen siendo una guerrilla pobre, así que seguro los detenían los retenes de vigilancia militar instalados por todos lados. Segurament­e los yihadistas de Estado Islámico lo tenían en la mira, pero la extensa red de informante­s del régimen hubiera dado el “pitazo”.

¿Y Estados Unidos? Estados Unidos sabe dónde vive y dónde trabaja Bashar Alassad. Lo ha sabido siempre. Así que aun cuando pensara que en realidad el dictador estaba escondido en otro lado, atacar su vivienda y su oficina dejaría al régimen en cueros, vulnerable, al borde de la extinción. Así lo hicieron en Bagdad, Irak, en 2003, cuando lanzaron sus misiles sobre el palacio de Saddam Hussein, sabiendo que se resguardab­a en un lugar diferente.

Así que ahora que escucho que Donald Trump es archienemi­go de Vladimir Putin… que se va con todo contra Al-assad, protegido de Putin… que Trump no va a tolerar que el dictador siga rociando con armas químicas a la población civil de Siria… pero que al mismo tiempo el propio gobierno estadounid­ense informa que los más de cien misiles cayeron en tres objetivos de medio pelo (una fábrica de armas químicas, un almacen de éstas y un centro de comando)… no puedo más que recordar lo fácil que sería para Estados Unidos, si realmente quisiera cimbrar al régimen, pegarle un misil a la casa de Bashar.

Pero no lo hace. Porque, pienso, a Trump no le importan las víctimas de las armas químicas de Al-assad (¿por qué le importaría­n unos musulmanes del otro lado del planeta, si los que son americanos y viven en su suelo no merecen más que su discrimina­ción y su desprecio?), le importa un comino que Bashar oprima a su pueblo, y lo único que necesita es un distractor, un poco de oxígeno cuando el agua le llega a las narices

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