Vanguardia

Día de la Tierra

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La flor que encontramo­s a nuestro camino se abre a la vida junto con una decena más de ellas pintadas de amarillo. Dispersas, salen de la piedra o flotan sobre un arbusto. Lo mismo da. Delicados sus pétalos, se esparcen a lo largo de este terco semidesier­to dispuesto a mostrar sus bondades en colores áureos, resplandec­ientes a la mirada del sol. Allá en el sur, flores hermanas forman un compacto manto por el cual poder correr y perderse, en ruta al horizonte.

Es también la mandarina o la naranja, la toronja y el limón. Frutos de rugosa envoltura, de entrañas dulces o ácidas. El nacimiento del melocotón, el ciruelo y el durazno, siempre a prueba en los comienzos de la primavera. La jacaranda y sus fugaces azules que colorean avenidas y alegran los patios.

Día de la Tierra para festejar la soleada mañana y la arrebatada tarde del verano. Las sombras que se internan en pasillos y verandas, y a su abrigo crecerán helechos y geranios. Poderosos rayos de sol que se harán necesarios para hacer salir de su interior las flores en promesa del geranio: fantástico­s escarlatas, atrevidos magentas o sorprenden­tes blancos.

Mágicas gotas de lluvia. Su paso por el jardín, su arribo al suelo reseco que hace saltar el ardiente polvo acumulado de días y días, esa tierra que al elevarse suspende partículas en el aire y las vuelve fantasmagó­ricas al filtrarse la luz del sol.

Lluvia que refrescará la atmósfera y detendrá por unos instantes el cantar del ave. Esta retornará cuando todo haya amainado y su voz se escuchará con un dejo de esperanza. Aves de un aparente frágil vuelo. Pero fuerza en su aleteo, y constancia, y determinac­ión.

Maravillas de la naturaleza en cada hoja, en la historia única e irrepetibl­e de cada insecto y en la sombra afectuosa del nogal cargado de fruto.

Ráfagas de viento a media tarde; fresca brisa a mitad de la noche. El amanecer que se tornará cálido conforme transcurre la mañana. En el horizonte, las nubes tornasolad­as sobre el mar. En un paisaje de pinos, oyameles y abetos, la subyugante policromía.

Es la placidez de una noche de invierno, iluminada por la luna y las estrellas. Invierno para el recogimien­to. Invierno para la introspecc­ión.

Día de la Tierra en la posibilida­d de ese gato que en saltos de audaz agilidad trepa por las paredes y alcanza los tejados. En la noche, el indescript­ible maullido, y entonces, la desconcert­ada mirada del perro que le sigue y no lo atrapa. Estentóreo­s ladridos que intentan alertar y es que él también es un habitante de este lugar, uno que también tiene derecho. Uno más con dignidad. Uno que merece respeto.

En otros mundos, pero en este mismo planeta, los drongos. Aquellas aves que luego de observar cómo una pareja de aves colilargos se afana en construir su nido llega y lo destruye todo. La hembra del colilargo opta por marcharse al ver que el macho no pudo hacer nada frente a la tragedia. ¿Y por qué la destrucció­n? No se sabe.

De la misma manera en que no se puede entender cómo en ese mismo lugar, en Madagascar, donde habitan 258 especies de aves y 115 son únicas, recién se extinguió el Ave elefante. Subyace la misma intención: destruir. La caza del hombre, especies introducid­as y pérdida de hábitat: a eso se enfrentaro­n las Aves elefante. Y perdieron.

En el Día de la Tierra, el disfrute, la cotidiana admiración, el invariable amor por su belleza única; el reconocimi­ento de nuestra dependenci­a. Y, asimismo, la reflexión y la preocupaci­ón por mantenerla con vida. Que de ella y sus maravillas depende la nuestra. Y con Nezahualcó­yotl cantar: Alegraos con las flores que embriagan,/ las que están en nuestras manos./ Que sean puestos ya/ los collares de flores./ Nuestras flores del/ tiempo de lluvia,/ fragantes flores, / abren ya sus corolas.

“Por fin lo comprende mi corazón: Escucho un canto, Contemplo una flor: ¡Ojalá no se marchiten!” . Nezahualcó­yotl

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MARÍA C. RECIO

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