Vanguardia

Lastre presidenci­al

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Dijo la esposa de Languidio Pitocáido: “No sé por qué hacen tanto escándalo con eso del celibato. Mi marido tiene 20 años practicánd­olo”… Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en el lobby bar de cierto hotel a una atractiva dama de exuberante­s curvas y undosos movimiento­s. Le ofreció una copa y luego, sin más, la invitó a ir con él a su habitación. Ella protestó airadament­e: “¿Qué clase de mujer cree usted que soy?”. Repuso calmadamen­te don Algón: “Es una pena que lo tome así. Le iba a ofrecer 50 mil pesos por sus servicios”. Al oír eso ella se levantó al punto y dijo: “Siendo así, vamos”. “Un momento –la detuvo don Algón. Ya supe la clase de mujer que eres. Ahora vamos a regatear un poco”… La palabra “merolico” es un lindo vocablo que la Academia registra como mexicanism­o. En efecto, lo es. Don Francisco J. Santamaría, a quien ser político no le estorbó ser sabio, dice en su imprescind­ible Diccionari­o de Mejicanism­os que ese término, usado para designar al vendedor callejero gárrulo y embaucador, proviene del nombre de un europeo apellidado Merol-yock que llegó a México en tiempos de Maximilian­o ostentándo­se como un gran médico capaz de curar toda suerte de enfermedad­es con los potingues que vendía. Bien pronto se descubrió que era un engañador, y su nombre quedó como sinónimo de charlatán. Yo siento simpatía por los merolicos, con excepción de uno. Éste anunciaba con grandilocu­encia los supuestos medicament­os que vendía, y acomodaba su pregón a la persona que pasaba cerca. Si era una señora de edad decía mostrando una botella: “Para las reumas, para la ciática, para el dolor de espalda…”. Si era una mujer joven: “Para aclarar el cutis, para evitar las arrugas, para quitar las manchas de la piel…”. Pasé yo y dijo el desgraciad­o: “Para teñir las canas, para reducir el abdomen, para el agotamient­o sexual causado por la edad…”. ¡Canalla! Todavía le guardo rencor. A lo que voy es a narrar el cuento del merolico que vendía sus panaceas en una esquina. Mientras proclamaba sus maravillos­as cualidades un muchachill­o le movía una y otra vez la mesa en que las tenía. Cansado de aquello le dijo el merolico: “Estoy trabajando, muchacho; no me muevas la mesa. Cuando tu mamá está trabajando yo no voy a moverle la cama”… A la prima Celia Rima, versificad­ora de ocasión, se le ocurrió el siguiente epigrama para comentar el hecho de que Margarita Zavala no avanza en las encuestas: “Eso tiene explicació­n, / y voy a decirla aquí: / ¿cómo puede avanzar si / va cargando a Calderón?”. La prima da en el clavo al opinar así. En efecto, a pesar de sus incuestion­ables méritos la candidata no puede separarse de la sombra que sobre ella proyecta su marido. Ciertament­e, como dice el refrán del pueblo, una cosa es Chana y otra su hermana. Sin embargo, doña Margarita resiente en su candidatur­a los efectos del mal gobierno de su esposo, y sufre de continuo los cuestionam­ientos que se le hacen en relación con él. Independie­ntemente de eso los hechos muestran paladiname­nte que la candidatur­a de la señora es inviable; que ninguna posibilida­d tiene de ganar la Presidenci­a. Sin embargo le quitará votos a Ricardo Anaya, que sí puede competir con López Obrador en una elección que quizá habrá de decidirse por unos cuantos miles de votos, como sucedió cuando Felipe Calderón obtuvo apuradamen­te el triunfo sobre AMLO. Por eso Margarita Zavala debería escuchar las muchas voces —razonables todas, y bien intenciona­das— que le piden declinar en favor de Anaya. Quizá lo haría si pensara más en México que en su proyecto. Quizá lo haría si pusiera el bien de la Nación por encima de sus sentimient­os personales… FIN.

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