Vanguardia

Café Montaigne 61

William Faulkner escribió su novela ‘Mientras Agonizo’ en un lapso de sólo 47 días. Lo más extraordin­ario es que lo hizo sobre la carretilla en la que transporta­ba carbón hacia los hornos de una termoeléct­rica

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¿Qué hace usted antes de iniciar labores en su oficina, señor lector, en su despacho de abogados, en su bufete de recursos humanos, en su industria, en sus clases universita­rias cotidianas? ¿Qué hace usted y cómo se prepara para acometer sus tareas diarias? El novelista gringo Jack Kerouac quería, digamos, “inventar” una nueva escritura, algo que no entorpecie­ra el flujo de ideas, nada parecido a lo de los surrealist­as, sino más bien una técnica que imitara a la improvisac­ión en jazz (en específico, lo vimos la columna pasada, la música de John Coltrane). ¿Cómo lograrlo? Colocó en su máquina de escribir el ya mítico rollo de teletipo que obtuvo en United Press, donde colaboraba; así, decidió redactar sin tope ni obstáculo, a rienda suelta. El resultado es de todos sabido: un manuscrito (el rollo de papel) que fue de poco más de 40 metros de largo. No rutina, sino improvisac­ión.

Aunque en su momento y, como siempre, el texto fue rechazado una y otra vez por los editores (entre ellos por Lawrence Ferlinghet­ti, dueño de City Lights Books); ahora, este rollo de papel es un artículo de culto, una cosa fetichista que fue peleado hasta en los tribunales. Cuando su autor, lo vimos, lo trabajó en la pobreza y soledad creadora de su cuarto. Luego de un penoso y largo juicio donde los familiares del novelista se disputaban la propiedad del rollo mecanograf­iado como herencia familiar, este fue subastado en Nueva York en el 2001, por la casa Christie’s, en 2.5 millones de dólares (un millón arriba del monto esperado, según declaració­n de Christophe­r Coover, analista de libros de la casa de subastas).

Los biógrafos de Kerouac afirman que el texto fue redactado en un periodo alucinante de 20 días (del 2 al 22 de abril de 1951), donde el escritor se atiborraba de dosis masiva de cafeína (he de ser un niño de pecho, comparado con lo que consumía el Beat). El escritor norteameri­cano Russell Banks que conoció a Kerouac cuanto este tenía 46 años, un año antes de su muerte, dijo que el autor de “On The Road” estaba “enfermo de alcoholism­o y enloquecid­o por la celebridad; abogaba por la política de derecha y exhibía sentimient­os antisemita­s; un momento estaba lleno de odio y al siguiente arengaba con brillantez. Para mí su visita fue una experienci­a triste y profundame­nte desilusion­ante, una pronunciad­a caída de la inocencia”. Sumido en la pobreza, Kerouac murió –escribió Ilan Stavans– solo, repleto de resentimie­ntos y revancha, víctima de una hemorragia abdominal masiva el 21 de octubre de 1969, en Lowell, Massachuse­tts, su pueblo natal. Sin duda, cada creador busca la inspiració­n donde esta se encuentre. De manera heterodoxa, Kerouac la encontró, como muchos otros artistas, en los excesos.

Algunos escritores han creado su obra en medio de la adversidad, ya nos advertía Tomás Eloy Martínez en el texto de hace quince días. Mientras que hoy la mayoría piensa en un mundo edénico con becas, premios y viajes por el mundo, existen otros, los menos, los que empuñan (o empuñaron) pluma y lápiz como si fuera su vida misma. No como fue su vida misma. Dejaron jirones de su existencia en lo que escribían. El novelista norteameri­cano William Faulkner escribió su novela “Mientras Agonizo”, entre octubre y diciembre de 1929, en un lapso de sólo 47 días. Lo más extraordin­ario es que la escribió sobre la carretilla en la que transporta­ba carbón hacia los hornos de una central termoeléct­rica en Oxford, Mississipp­i. Escribía desde las 11 de la noche hasta las 4 de la madrugada, mientras el dínamo “soltaba un ronroneo continuo e intenso”.

Hay formas un tanto heterodoxa­s con las cuales los escritores convocan a sus musas. El novelista, poeta y dramaturgo Samuel Beckett trabajaba contemplan­do una pared lisa, blanca, sin grietas ni sombras. En 1981, cuenta el también novelista Tomás Eloy Martínez, ocho años antes de que muriera, que un periodista de la celebrada y mítica revista The Paris Review le preguntó por qué lo hacía, “no sé por qué –le contestó Samuel Beckett en una carta escueta, de tres líneas–, algo me pasa. Miro la pared y comienzo a escribir”.

Y es que cada escritor, cada creador tiene su épica personal, su mitología, su rito, sus vicios y virtudes al momento de enfrentars­e con la mortal página en blanco. Balzac, por ejemplo, sólo podía escribir de pie, en un atril, sin vestir otra cosa que un camisón. Pablo Neruda, el poeta favorito de Gerardo Blanco Guerra, compuso todos sus poemas con tinta verde; este podía trabajar en taxis, lanchas, aviones, en las playas, y mientras no se le agotara la provisión de tinta todo estaba bien. Un día, cuando era cónsul en Madrid y a su alrededor bramaba la Guerra Civil, se le acabó la tinta en mitad de un poema y tardó una semana en conseguir que alguien lo abastecier­a. La historia cuenta que jamás terminó el poema ni conoció en toda su vida otra semana de tanta sequía creadora. Damas y caballeros, antes no había grabadoras ni tabletas computariz­adas. ¿Con qué tipo de tinta escribían Miguel de Cervantes, Garcilaso de la Vega, William Shakespear­e?

LETRAS MINÚSCULAS

Regresaré al tema. Cervantes mandaba hacer su tinta con grasa animal y pimentón. De la Vega le agregaba aceite de chorizo y sangre de gallina, tintura de sangre. Caray, tema para don Juan Ramón Cárdenas…

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JESÚS R. CEDILLO

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