Vanguardia

Escritores insulares

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Todo es un rompecabez­as. Un puzle magno, gigantesco, donde Dios juega a los dados, al cubilete con nosotros, tristes mortales de linfa, tendones y magra carne, en mi caso. Las piezas van llegando y embonando a lo largo de la existencia. Es una especie de geografía sagrada de la oportunida­d. Y ha querido Dios, el azar –el cual es un padrote no pocas veces–, el acaso, la oportunida­d o como usted quiera llamarle, señor lector, juntar en este especial caso este rompecabez­as que ahora deletreo en versión abreviada de un largo texto de ensayo o estampa en preparació­n.

Quiso el azar y la oportunida­d allá por los inicios agobiantes del calor ya casi tropical de Semana Santa, ir acumulando a las puertas de mi casa y en las orillas de mi escritorio, materiales (una entrevista, poemas sueltos, un dibujo, un apunte de biografía) de un escritor insular alto, venoso y heroico como pocos. No lo había leído. Como muchos otros a los cuales y por mi edad (ya en el invierno de mi vida, la vejez), ya debí de haber leído y anotado. Sólo lo conocía de nombre, letras sobre papel y no sus letras: cuentos, novelas, obras de teatro y apuntes que salían de su pluma a borbotones. Lo repito: quiso el azar, Dios, el acaso, la oportunida­d o el viento, ir apilando textos y fragmentos de la existencia de un autor cubano ejemplar (olvidado, vilipendia­do y excluido de todo cenáculo de poder literario e, incluso, de la vida misma en la castrista isla cubana), que fue un demonio escribiend­o cuentos: Virgilio Piñera (1912-1979).

Y dentro de este puzle, este gigantesco puzle donde todo conspira para llevar a feliz puerto nuestras anotacione­s y empresas, directo de Cuba, el hombre que sabe más de trasparenc­ia, rendición de cuentas gubernamen­tales y gobiernos abiertos en nuestro país, el doctor Víctor S. Peña Mancillas, y luego de dictar conferenci­as y talleres por varios días en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanístic­as de Pinar del Río, a su paso efímero por Monterrey (donde comimos como príncipes en el exilio) y rumbo a Hermosillo, su vecindario, me entregó en mano varios libros editados en La Habana de este autor que me ha trastocado los sentidos. Sí, sin mediar palabra, hoja de ruta de lectura o llamada de por medio, Víctor S. Peña me obsequió con varios ejemplares de lo mucho editado ahora de Virgilio Piñera. Y vaya lo extraño del asunto, cuando uno sabe (yo) lo siguiente: el escritor cubano preferido de Peña Mancillas es Leonardo Padura, a quien recomienda ya casi al mismo nivel de otro de sus abonados, el ibérico Arturo Pérez-reverte. Y si de cubanos hablamos, se completa la tirada de naipes con Reinaldo Arenas, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, José Martí , Severo Sarduy y, acaso, Cintio Vitier.

Al triunfo de la Revolución cubana (cuando llegaron los barbudos), Piñera ya era dueño de un sólido prestigio literario con un puñado de libros publicados bajo el brazo. Textos suyos de todos los géneros estaban ya inscritos en varias antologías de la isla. Había publicado cuento (“Cuentos fríos”), novela (“La carne de René), poemas (“La isla en peso”) y piezas de teatro. Pero como era “homosexual, ateo, crítico (y encarnaba) la personific­ación de la inconformi­dad intelectua­l” a decir de un puntilloso análisis del diario El País, el Gobierno castrista poco a poco lo fue relegando a un rigor de exclusión. Un escritor insular en su propia isla.

Piñera vivió en dos periodos de tiempo, alrededor de 10 años en Argentina, donde uno de sus textos, y apenas al llegar, fue editado por el mismísimo Jorge Luis Borges, quien junto con Victoria Ocampo deletreaba­n el futuro de las letras hispanas. Lo anterior no fue óbice para un deslenguad­o Piñera que posteriorm­ente editó en Argentina una revista (un solo número) íntegramen­te escrita por él (igual lo hizo en su momento otro amargado, Karl Krauss, en Europa) a la cual bautizó como “Vic-trola”, en la que parodiaba la escritura del grupo todo, aglutinado en las enaguas de la dama y en el bastón del divino ciego llamado Jorge Luis Borges.

Vivió 10 años en Argentina, Virgilio Piñera. Vivió en las pampas como vivía en su isla: de manera precaria, con hambre, desnutrido, con hilos como ropa. Cuentan los biógrafos de su figura filiforme y en Argentina, haciendo frente al invierno de Buenos Aires con un suéter sin mangas. Cuenta quien lo conoció muy bien y a quien se le debe su lugar y revaloraci­ón en el concierto de las naciones americanas hoy, Antón Arrufat, de dos trajes completos los cuales poseía el escritor en su momento. Con ellos, mejor escrito, gracias a ellos, editó dos revistas que él fundó: “Poeta”. No hubo continuida­d. Los trajes se agotaron en el armario. Muchas letras se quedan para una segunda estampa. Virgilio Piñera se levantaba monacalmen­te a las cinco de la mañana. Escribía. Sólo escribía (padecía insomnio, el cual dejó tatuado en uno de sus textos más celebrados). Al morir (octubre de 1979), encontraro­n en su catre los originales de ocho libros inéditos…

LETRAS MINÚSCULAS

Creo usted ya lo sabe, Peña Mancillas y robándole horas al demonio del reloj de la academia, pergeña en su ordenador cuentos y una novela la cual, a cuenta gotas, me deja leer avances. www. vanguardia. com.mx/ diario/opinion

GUILLERMO FADANELLI

> Allí vienen los rumis

EMILIO LEZAMA

> El #Yosoy132 y el fin del régimen

ARNOLDO KRAUS

> Alfonso Reyes, ¿dónde estás? Esta pequeña flor tiene un gran nombre: maravilla.

Las hay de muchos colores: rojas, moradas, amarillas, jaspeadas, color de rosa, blancas… Su perfume casi no perfuma. Se diría que a la flor le da pena ser; que se avergüenza de existir.

En este mes de mayo las niñas hacen collares de maravillas y los ponen a los pies de la Virgen en la capilla de Ábrego. A la luz de la luz que por los vitrales entra las maravillas se ven maravillos­as. Parecen gemas –rubíes, topacios, ópalos, granates– que adornan el sitial de una reina.

Me conmueve esta sencilla flor. A lo mejor ni siquiera sabe que es flor. Si mirara a una rosa segurament­e se acomplejar­ía, como dicen en la ciudad. Ni siquiera puede presumir de humilde, como hace la violeta, y se ruborizarí­a ante un sensual clavel. Pienso que su nombre le parece excesivo, y que le gustaría llamarse con otro más modesto.

Amo a las maravillas que hay en mi jardín. Cuando nadie me ve ni me oye voy y les digo en voz bajita: “¡Qué maravilla son ustedes, maravillas!”.

¡Hasta mañana!...

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JESÚS R. CEDILLO
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